El pasado martes día 13 se cumplían cinco años de la elección del argentino Bergoglio, hoy Francisco, como Obispo de Roma y cabeza visible de la Iglesia católica. Tenía lugar un desplazamiento de la Iglesia del viejo mundo de Europa al nuevo mundo del continente hispanoamericano, entrando en la historia en ese comienzo del siglo XVI, a la vez que aparecía en el horizonte de Europa otro mundo nuevo: la propuesta de Lutero.
Los Papas han solido ofrecer en su primer documento la idea nuclear o una especie de programa para su pontificado. No le agradeceremos suficientemente a Francisco que su primer documento sea La alegría del Evangelio, publicado el 24 de noviembre de ese mismo año, y que con su propia alegría nos la haya hecho manifiesta. El término «evangelio», en singular, no designa una palabra escrita ni se refiere a un libro, a una idea, a una propuesta moral o a un programa social. En el Nuevo Testamento encontramos no cuatro evangelios sino un único evangelio: el mensaje de salvación ofrecido por Dios a los hombres en Jesucristo. La Iglesia no ha presentado cuatro evangelios como cuatro mensajes distintos, sino un único evangelio según Mateo, Marcos, Lucas, Juan, con cuatro rostros (Tetramorfo).
Francisco antepone a esta palabra otra que ocupa un lugar central en el Nuevo Testamento: «Alegría». Cuando los primeros cristianos tenían que explicar la novedad del mensaje que ofrecían a la sociedad apelaron a parábolas y metáforas. Cuando uno se encuentra con Jesucristo, descubre un nuevo horizonte de vida con la experiencia de saberse alumbrado, amado y perdonado. Entonces va y comunica a los demás eso que para él es el tesoro y la perla encontrados. «El Reino de los cielos (evangelio) es semejante a un tesoro escondido que quien lo encuentra lo oculta y, lleno de alegría, va y vende cuanto tiene y compra aquel campo» (Mateo 13,44). Eso es la evangelización; que no es la única pero sí la primera y esencial aportación de la Iglesia a la humanidad. Los apóstoles se identificaron ante sus oyentes como «cooperadores de vuestra alegría».
No es pequeña novedad que el primer gran texto del Papa haya comenzado con esta proclamación de la realidad gozosa que ha existido en la historia, alentando y santificando a los hombres, que sigue estando abierta hoy a los hombres: el encuentro con la persona de Jesucristo. Esta son sus palabras: «La alegría del evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría» (N. 1).
El reverso inmediato de estas palabras es una mirada al mundo, en el que crecen las conquistas de la ciencia, de la técnica y de la política, pero a la vez emerge una especie de desierto moral, en el que también crecen la soledad, la inseguridad, la pérdida de la confianza necesaria para existir con dignidad y esperanza. Prevalecen por un lado el individuo aislado en su soledad y por otro las grandes potencias anónimas, globales, homogeneizadoras. Ellas pueden ser palancas de acercamiento, comunicación e intercambio entre los humanos diversos y lejanos, pero a la vez pueden ser anuladoras de las raíces originarias de cada persona y de cada grupo humano.
¿Cuál es nuestra responsabilidad en esta situación? Pensar un proyecto humano donde la persona sea el centro, donde la libertad y la justicia atiendan a los más pobres, desvalidos y solitarios, donde los niños por nacer sean esperados, acogidos y defendidos en una familia real; donde la naturaleza no sea reducida a materia de transformación técnica en provecho del hombre. Al deber de respetar la tierra y de defenderla como casa común de todos los hombres a los que invita la ecología, dedicará luego Francisco su primera carta encíclica el 14 de mayo del 2015: Laudato si. Junto con su posterior exhortación sobre la familia, Amoris laetitia, constituyen los tres documentos más importantes de su pontificado.
Es decisivo el que en ambos textos aparezcan como título dos palabras casi sinónimas: «gozo» y «alegría». Son la alternativa a lo que el Papa considera uno de los peligros de la humanidad. «El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales». Desde esta convicción nos obliga a reformar las instituciones y proyectos que fomentan ese individualismo, que nos ciega para ver los problemas de quienes están asfixiados por la pobreza, la guerra, el hambre. El Papa señala sistemas económicos y propuestas políticas que aumentan estos dos peligros y que son insensibles a la desigualdad que crece entre los humanos. «La solidaridad es una reacción espontánea de quien reconoce la función social de la propiedad y del destino universal de los bienes como realidades anteriores a la propiedad privada» (N. 189).
En este documento del Papa dedicado a la alegría, que deriva del evangelio en el encuentro personal con Jesucristo, los amantes de las palabras se alegrarán al comprobar que se utiliza repetidas veces el término acedia, que aunque tiene una larga e intensa historia en nuestra literatura espiritual ha desaparecido en el uso y que apenas se sabe definir como desabrimiento. «Un descontento, una acedia que seca el alma», dice el Papa. Nuestros catecismos, que la traducen mal por «pereza», la sitúan entre los pecados capitales «porque son como cabezas y raíces de otros pecados que de ella nacen» (Astete). Los lectores se sorprenderían gozosamente si leyesen la larga «questio» con el finísimo análisis que Santo Tomás dedica a la acedia, como tristeza del espíritu opuesta al gozo del amor a Dios y de la caridad con el prójimo (II-II q 35). Ella surge de la concentración en uno mismo como centro del mundo, de la negligencia ante la propia misión, de la renuncia al esfuerzo, de la falta de perseverancia, del olvido del prójimo, del resentimiento y rencor nacidos de la envidia. Procede de ese relativismo practico, que «es actuar como si Dios no existiera, decidir como si los pobres no existieran, soñar como si los demás no existieran» (N. 80).
El 22 de febrero firmaba el español Ladaria, nuevo prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe, una Carta donde explicita un diagnóstico que el Papa ya había hecho en «El gozo del evangelio», donde identifica dos abismos que amenazan tanto a la verdad del hombre como a la verdad del evangelio. Con términos de la historia del dogma a uno lo denomina neopelagianismo, esa actitud autorreferencial y prometeica de quienes en el fondo sólo confían en sus propias fuerzas. El otro peligro deriva de la fascinación del nuevo gnosticismo, como cierre en la propia subjetividad, sumergiéndose en un absoluto sin nombre, ni rostro, ni historia. De ese Todo ciego y mudo se espera liberación de la soledad y la experiencia de la plenitud. Tal transhumanismo es una amenaza radical a la comprensión del hombre y una perversión de la auténtica mística cristiana.
Francisco tomó de su santo patrón de Asís el cántico de las criaturas como título de su primera encíclica. Sin duda al «hablar de la alegría tenía en su memoria aquella sorprendente página de las Florecillas que lleva por título: «Sobre las cosas que constituyen la perfecta alegría». San Francisco ha sido reconocido siempre como «otro Cristo para la Edad media».
Olegario González de Cardedal. Teólogo