No tiene botón de pausa la rueda de la vida. Y así se suceden los años, los meses y los días, cada cual con su calenda y con su agenda, en las que anotamos nombres, fijamos citas, escribimos a vuelapluma o a vuelatecla los diversos tramos de nuestra particular biografía. Así han pasado cinco años ya desde que llegué a Asturias como arzobispo. No conocía esta hermosa tierra tan variopinta en su paisaje de costa con olas bravías y acantilados rocosos, o con sus valles y cuencas que te adentran en los bosques y en los riscos de los Picos de Europa. Son bellos realmente los lugares que en pueblos pequeños, en las villas y en las ciudades se te enseñorean la dignidad y el cuidado de las gentes que los habitan. Hablando de gentes, las de Asturias siempre me conmueven por su franqueza, por su porte noble y por saber quererte sin disfraces ni trastiendas.
Era un 29 de enero cuando de vísperas entré en Asturias por Colombres, viniendo como venía de Huesca y de Jaca, primer pueblo de esta nueva familia de pobladores cristianos entre los que el Señor me ponía como hermano entre hermanos y sucesor de los Apóstoles. Las nubes no hicieron otra cosa que bendecirnos con sus aguas abundantes. Pero allí en Colombres me recibían el obispo auxiliar, el vicario general, el párroco, el alcalde, y todo un pueblo con sus diversas edades que me brindaron una acogida tan cálida y amorosa que no lo olvidaré jamás.
Al día siguiente, 30 de enero con las nubes goteando sus aguas benditas fue cuando tomé asiento en la sede arzobispal de nuestra Catedral ovetense. Hermanos obispos que quisieron acompañarme, muchos sacerdotes de Asturias, de Huesca y Jaca, de Madrid y tantos otros lugares. Religiosos, mi familia numerosa y mis tantos amigos que llegaron de España y desde Italia y Austria. Fue realmente una hermosa acogida con sabor a fiesta entrañable y sencilla, a quien vino sin dictados sabiéndose enviado en el nombre del Señor, y haciendo con respeto –como dice nuestro poeta– los oficios que desconocía tratando de poner de uno mismo lo mejor.
Finalmente el día después, último del mes de enero, subí a Covadonga para poner a los pies de la Santina mi ministerio de arzobispo justo donde la vida cristiana de un pueblo tuvo un importante punto de partida en aquellos lejanos años que nos contemplan con la solera del paso de los siglos. Los cielos llovieron también aquel día, dibujando en las cumbres su celaje de blancura con la nieve hermana que siempre nos reclama a tener unos ojos y un corazón inocentes con esa altura de miras a la que siempre nos invita la montaña.
Lo decía entonces y también hoy lo digo: que venía sin consignas, sin planes conspirados y sin estrategias torcidas. Amo al Señor sobre todas las cosas, amo a la Iglesia con toda mi alma como hijo de San Francisco, amo el tiempo de mi época y a la gente de esta generación que se me confía. Venía en el nombre del Señor, y no era ni soy ni tan santo ni tan temible como algunos quisieron presentarme. Motivo por el cual ha sido fácil ver el bagaje de cuanto sé y de cuanto ignoro, mi fortaleza a prueba de pruebas y mi debilidad nunca maquillada, lo que tengo como talento y aquello en lo que soy realmente pobre. Y con este cúmulo de sabiduría y torpeza, de energía y vulnerabilidad, de riqueza y pobreza, me dejé traer por Aquél que a vosotros me envió y me envía. Cinco años después, le vuelvo a pedir al Señor que me dé entrañas de padre sin dejar de ser hijo, que sea vuestro maestro sabiéndome siempre discípulo, que acierte a gobernar como se aprende mirando al Pastor Bueno, y que os reparta su palabra y su gracia colocándome yo en la fila de ese encuentro como el primer mendigo. Toda mi gratitud por tanto recibido y mi humilde perdón cuando no he podido o no he sabido hacerlo como Dios quería y vosotros necesitabais. Gracias.
5 de febrero de 2015