En 1587, Hideyoshi, por entonces mandamás de Japón, publicó el primer edicto de prohibición del cristianismo, lo que conllevaba la expulsión de los misioneros —jesuitas, franciscanos y laicos— que, siguiendo la senda de San Francisco Javier, llevaban ya un tiempo evangelizando por tierras niponas. Diez años después, en Nagasaki, ciudad a la que fueron llevados veintiséis de ellos desde Kyoto, el encargado de aplicarla era Terazawa Hazaburo, hermano del gobernador de la ciudad.
En las primeras horas de la mañana del 5 de febrero de 1597, ya estaban preparadas las cruces sobre las que iban a ser martirizados los misioneros. La amistad que unía a Hazaburo con el jesuita Pablo Miki, uno de los futuros mártires, permitió retrasar levemente la ejecución. Un momento que fue aprovechado por otros dos jesuitas, los padres Pasio y Rodríguez, atender a los condenados antes de que muriesen.
Fue la única concesión. Pocos minutos después, comenzó la crucifixión de los veintiséis, que estaban clavados a sus respectivas cruces con unas anillas de hierro en las manos, los pies y el cuello y atados por una cuerda. Desde sus cruces, no dejaron de alabar a Dios con alegría. Cuando estaban todos listos, los soldados hicieron caer las cruces sobre las fosas previstas al respecto.
Delante se había erigido la tabla en la que estaba escrita la sentencia: «Por cuanto estos hombres vinieron de Filipinas con el título de embajadores y se quedaron en Miyako (Kyoto) predicando la ley de los cristianos que yo prohibí rigurosamente los años pasado, mando que sean ajusticiados junto con los japoneses que se hicieron de su ley…».