No olvides que el Señor es compasivo y misericordioso - Alfa y Omega

Iniciamos la Cuaresma, un tiempo en el que me gustaría recordaros el salmo 102: «El Señor es compasivo y misericordioso». La pasión por el hombre y su amor incondicional es tan fuerte que la Iglesia, en la misión que le entregó el Señor, no puede dejar de decirnos en nombre de Cristo que hay que celebrar el misterio de su Muerte y Resurrección. ¡Qué alegría llega a la vida de todo hombre cuando escucha y acepta esta Buena Noticia! ¡Qué alegría cuando nos sentimos abrazados por Jesucristo! ¡Qué alegría cuando establecemos un diálogo abierto y sincero con Cristo que nos lleva a percibir con una fuerza abrumadora que somos hijos de Dios, hermanos de todos los hombres, con una llamada especial a construir la paz en la familia, entre los que vivimos en una misma nación, entre todos los pueblos! Es la alegría de quienes hemos sentido y experimentado el amor de Dios; somos amados por Dios y estamos llamados a amar con su mismo amor.

¡Qué tiempo más apasionante el de la Cuaresma para dejarnos tocar por el amor de Dios y poder regalar ese mismo amor sin esperar a que comiencen los otros! No es exagerado lo que quiere Jesús de nosotros: que amemos como Él, que no señaló a quienes lo condenaron y mataron cruel e injustamente, sino que les abrió los brazos, les abrió el corazón, siempre dispuesto a regalarnos su vida. ¡Qué fuerza tiene su perdón! También nosotros lo crucificamos hoy cuando no tenemos como hermanos a todos los hombres, sean quienes sean. No exagera Jesús cuando nos dice frases como «amad a vuestros enemigos» o «no hagáis frente al que os agravia, al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra» (cfr. Mt 5, 38-48). Nos quiere decir que nunca recurramos a la violencia, al mal por mal, porque es entonces cuando entramos en un círculo infernal de violencia y destrucción. El distintivo de todo discípulo de Jesús es el amor universal que no hace diferencias. Ese amor no significa tolerar las injusticias o retirarnos cómodamente del mal; es amar como Jesús, aceptarlo, respetarlo y mirarlo con misericordia. Vivir contra el amor nos destruye unos a otros y destruimos el mundo en el que vivimos. Necesitamos escuchar una y otra vez estas palabras: «amarás al prójimo como a ti mismo» y «seréis santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo».

En esta Cuaresma os invito a celebrar el sacramento de la Penitencia. Confesarnos, reconciliarnos con el Señor, es entrar por un camino de curación. Nos saca de la fosa de la oscuridad y de la desesperanza para llenarnos de la gracia y de la ternura de Dios. Buscad un tiempo para celebrar este sacramento que libera y nos sacia del amor de Dios que todos los hombres necesitamos para realizarnos. Volvamos al amor verdadero. La solución para un discípulo de Jesús no es desenvainar la espada contra alguien, tampoco es huir de los tiempos que nos toca vivir; la solución es la que nos marca Jesús: amor activo, amor humilde, amor hasta el extremo. Para ello el Señor nos propone una alternativa: desarmar el corazón. Sí, desarma tu corazón, libérate de la trampa de la violencia, del pecado, de la competitividad, del rencor que mata y quita energías… Tenemos necesidad de volver a bendecir al Señor y a no olvidar todos los bienes que nos regala, el perdón que nos otorga cuando se lo pedimos de corazón. Vive sin avergonzarte el perdón que Dios mismo te da, acércate a Él y reconoce las armas que tienes en el corazón y pídele que te de la única que necesitamos para vivir: su gracia y su amor.

Os invito a todos a iniciar la composición de un canto que yo llamo canto liberador, que tiene una introducción y cinco estrofas con la letra de los Evangelios que se proclaman. La introducción es la invitación que se nos hace para vivir este tiempo de conversión que iniciamos el Miércoles de Ceniza. Y las cinco estrofas son las propuestas que nos hace el Señor a través de los cinco domingos de Cuaresma.

Introducción (Mt 6, 1-6. 16-18). ¡Qué diferente es la vida vivida si nos dejamos mirar por Dios en vez de vivirla solo con nuestra mirada! Que en vuestras casas familiares, en la Iglesia doméstica, se perciba que estamos en un tiempo para convertirnos. Ayúdate de la asistencia a alguna charla cuaresmal, un día de retiro o ejercicios. Busca silencio, escucha con más tiempo e intensidad la Palabra de Dios. Sitúate conscientemente bajo la mirada de Dios. Si vives bajo ella, no harás nada por ser visto, harás lo que Él, te preocuparás por los demás, ayudarás a los demás en sus necesidades sean las que sean. «Tu Padre que ve en lo secreto te recompensará». Por otra parte, no será inútil para ti dialogar con Dios, rezarás, hablarás con quien te ha dado la vida y te da lo mejor. Encontrarás siempre en ese diálogo con Dios aquello que más y mejor venga para tu vida y para dar vida a los demás. Encuentra siempre en la oración del padrenuestro la atmósfera en la que has de vivir y permanecer. Haz penitencia, ayuna, descubre y convéncete de que puedes prescindir de muchas cosas, pero para que no lo noten los hombres, que solamente se entere Dios de la penitencia que haces.

1ª estrofa del canto (Mt 4, 1-11). Las tentaciones llegan a nuestra vida, ¿sucumbimos a ellas? ¿Las superamos? Solo el convencimiento de que Dios está por encima de todas las cosas da aliento para superar todo tipo de tentación. Solo la experiencia de la cercanía de Dios en nuestra vida, y ponernos siempre ante su mirada, nos hace ver qué es importante para nosotros. En esta página del Evangelio se acerca Jesús a nuestra vida y podemos ver que es uno de los nuestros. Con todas las consecuencias se mantuvo fiel al proyecto del Padre, hasta la muerte en Cruz, y Él supera toda tentación: nada en beneficio propio, sino para los demás según Dios. Vivamos conforme a la Palabra de Dios; hagamos la misión desde una fidelidad total a su poder, buscando que se realice en la debilidad y la pobreza, pero en una confianza ilimitada en Dios. Descubre esto: ¿eres Hijo de Dios?

2ª estrofa del canto (Mt 17, 1-9). Qué invitación más bella se nos hace en la transfiguración: que escuchemos a Jesús. Para ello, hay que salir de las seguridades que tenemos. Jesús invitó a tres de sus discípulos a subir «con ellos aparte a un monte alto» y se transfiguró. Les hizo ver y experimentar una novedad nunca vivida, vieron y escucharon. Oyeron la Palabra definitiva que ya no es Moisés ni Elías, es Cristo. «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo». También se nos invita a eliminar de nuestra vida la pretensión de Pedro, «Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí!». Hay que bajar a la vida de los hombres, hay que hacer camino y avanzar, hay que salir a nuestra tierra a dar la novedad de Cristo. Siempre es nueva la luz que trae Jesucristo: nos invita a tomar parte en el anuncio de la alegría del Evangelio, pero para ello hay que vivir la experiencia de la transfiguración. Como dice santa Teresa de Jesús, «transfigúrame, Señor, transfigúrame».

3ª estrofa del canto (Jn 4, 5-42). ¡Qué oportunidad tenemos de escuchar y meditar esta página del Evangelio! Un encuentro entre dos personas de procedencias muy diferentes, que no se trataban: un judío y una samaritana. Además, la samaritana no solamente era hereje, era una pecadora. Y Jesús hace lo que normalmente no hubiera realizado nadie de su tierra, juntarse con una samaritana. Los dos buscan agua. Y a aquel pozo, al que ningún judío habría ido para no encontrase con los samaritanos, va Jesús. Establece un diálogo que cambia la vida de aquella mujer. En el diálogo Jesús le hace situarse en la verdad. ¡Cuántos sedientos hay hoy de vida, de amor, de paz, de reconciliación, de entrega, de amistad, de fraternidad! Y Jesús nos sigue diciendo que nos acerquemos a ellos. Busquemos agua viva, demos de esa agua que hace del mundo en el que vivimos familia y no enemigos, que nos hace vivir con la novedad absoluta que trae Jesucristo. ¡Qué desconcierto para la samaritana! Un judío habla con ella. Pero es más que un judío, es Dios que se hizo hombre y nos enseña a entrar en diálogo entre nosotros, pero haciéndonos ver que para ello es necesario saber nuestra verdad: soy hijo de Dios. La samaritana se ve desatada de todo lo que le hacía vivir en la mentira. Lo vive con tal hondura que marcha al pueblo para decir: «Venid a ver». Conversa con Jesús y conversa con todos los que encuentres en la vida, como Jesús. Da agua viva, la que Él te da.

4ª estrofa del canto (Jn 9, 1-41). Jesús viene a este mundo a quitarnos las cegueras en las que estamos los hombres: por no trabajar con todas las consecuencias por el bien común; por no fijarnos en los más débiles de nuestro mundo, los más pobres, los más vulnerables, los que más necesitan que les demos la mano; ante tantos desafíos y declaraciones que llenan de desesperanza; ante tanta palabra amenazadora y que no da esperanza… Jesús se encontró con un ciego y le regaló la vista, ¿cómo lo hizo? Partió de lo que era un hombre de barro, pero le hizo ver que la mezcla del barro con la fuerza y la gracia de Dios, expresada en la saliva que es signo de que hay vida, le devolvió la vista. No eliminemos a Dios de la vida, experimentemos que Él nos hace ver, que podemos decir sin lugar a dudas lo del ciego de nacimiento: «Solo sé que yo era ciego y ahora veo». Arriésgate, no pierdas la esperanza. No olvidemos lo que es importante, acojamos la luz que viene y da el Señor. Sepamos responder, porque lo experimentamos en nuestra existencia, a esta pregunta que le hacían al ciego: «“Y tú, ¿qué dices del que te ha abierto los ojos?”. Él contestó: “Que es un profeta”».

5ª estrofa del canto (Jn 11, 1-45). Con un tremendo contenido simbólico, el Señor se acerca a nuestra vida a través de esta página del Evangelio para decirnos y hablarnos de la novedad que ha traído, su amor infinito a los hombres, manifestado en su amigo Lázaro. Nos presenta lo que es en verdad Él: «Yo soy la Resurrección y la Vida, el que crea en mí, aunque haya muerto vivirá». Las imágenes que llegan a nuestra vida y a nuestro corazón están llenas de muerte y de las victorias que esta muerte tiene: falta de sentido de la vida, cerrazón en los propios límites, olvido de Dios que nos lleva al olvido del hombre, no acoger al hermano que llega y tiene necesidad, división, enfrentamiento, rupturas… ¿No quieres tener una respuesta a tanto contrasentido? Empéñate en ser contracultural, deja que Dios entre en tu vida y en la del mundo. No entres en la resignación como Marta y María: «Si hubieras estado aquí no hubiera muerto mi hermano». Tú asume, cree en las palabras de Jesús: «Yo soy la Resurrección y la Vida, el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá». A Marta, Jesús le dijo: «¿Crees esto?». A ti y a mí también nos lo dice: ¿Tú crees en Él? ¿Tú te crees estas palabras? ¿Tú vives según Él, encuentras sentido a tu vida en su Vida y en la que Él te ofrece?

Acojamos, celebremos y vivamos a quien es la fuente de la misericordia: Jesucristo.