Una especie de milagro... - Alfa y Omega

Tenía que ir, titula José Luis Restán su artículo sobre el viaje del Papa al Líbano, en Páginas Digital. Cita al jesuita Samir Khalil, egipcio, pero profesor en El Líbano y Roma: «Este viaje es un mensaje por el propio hecho de que se realiza. Si debido a los riesgos, hubiese cancelado el viaje, habría sido un contra-testimonio». Añade Restán: uno de los mensajes claros a los cristianos del Sínodo para Oriente Medio «fue precisamente que no se retiren, pues tienen una misión allí. Pedro no puede dejar a sus hijos más vulnerables sin el consuelo y la fuerza de su presencia. Y, por supuesto, Benedicto XVI conoce los peligros, pero no teme». O, en todo caso, ha antepuesto otras prioridades. El 12 de septiembre, en Washington, recién asesinado el embajador de su país en Libia, el cardenal Timothy Dolan, arzobispo de Nueva York, inauguraba un congreso sobre libertad religiosa: «150 mil cristianos son asesinados cada año por su fe, lo que significa que tenemos 17 nuevos mártires cada hora», recordaba.

Las últimas tensiones, desencadenadas por una película en Estados Unidos que insulta al Islam, no sólo no desanimaron al Papa, sino que hicieron que fuera «más intenso su deseo de ir al Líbano», dijo en la víspera su Secretario de Estado, el cardenal Tarcisio Bertone, en una entrevista al diario francés Le Figaro. En el día de la llegada a Beirut, el mundo árabe y musulmán era un hervidero de protestas violentas. En las dianas de la turba, estaban no sólo las delegaciones diplomáticas e intereses comerciales de Occidente, sino también los cristianos locales. Incluso en la capital del Líbano se perpetraron ataques contra iglesias. «Nunca antes se había producido un viaje de un Papa en una situación tan dramática», dijo el jesuita Paolo Dall’Oglio, fundador del monasterio sirio Deir-MarMusa, expulsado de Siria en primavera por el Gobierno.

¿Casualidad? Semanas antes del viaje, se frustraba en el Líbano un atentado contra el Patriarca maronita y contra un conocido diputado iraní, acción tras la que se demostró la implicación del Gobierno sirio (aliado de los chiítas libaneses), y que hubiera generado una situación explosiva. El portavoz de la Iglesia copto-católica de Egipto resalta la coincidencia en el estallido de las últimas protestas, con el aniversario del 11M, recoge la agencia AsiaNews. «Para muchos islamistas era una oportunidad de conseguir más eco». Si ese diagnóstico es cierto, no sería la primera movilización de estas características orquestada. La politóloga danesa Jytte Kausen exponía, la pasada semana, en la revista Foreign Affairs, las similitudes entre el asalto al consulado en Bengasi y los acontecimiento de 2006, a raíz de la publicación de las viñetas que ridiculizaban a Mahoma en Dinamarca. Fue el régimen de Mubarak en Egipto —afirma la profesora— el que encendió la violencia, entre otras cosas para mostrar a Estados Unidos el peligro que representaban los Hermanos Musulmanes, hoy en el Gobierno, gracias, entre otras cosas, a los propios Estados Unidos.

Escribe en ABC Juan Manuel de Prada: «En los últimos días se ha prestado gran atención mediática al asesinato del embajador estadounidense en Libia y al asalto de diversas legaciones diplomáticas; pero tales acontecimientos no son sino una expresión mínima del furor islamista que reina en los países de la llamada primavera árabe, donde las comunidades cristianas están siendo sometidas a persecución martirial (ante el silencio culpable, por cierto, de los medios de comunicación occidentales). En el Gobierno de Sadam Hussein llegó a figurar algún ministro cristiano; hoy, en Irak, los cristianos sufren atentados que son auténticas hecatombes y son condenados a la diáspora. Bajo el mandato de Gadafi, se celebraba sin cortapisas el culto en los templos cristianos, abarrotados por una multitud de emigrantes venidos de los países subsaharianos; en la liberación de Libia, tales emigrantes cristianos fueron macheteados sin piedad, con la falsa excusa de haber colaborado con el régimen de Gadafi. Lo mismo, aproximadamente, puede predicarse de Egipto, donde los coptos, aunque eran tratados como ciudadanos de segunda, podían profesar su fe; hoy están siendo reducidos a la clandestinidad, y asesinados a mansalva. Y lo mismo ocurrirá -está ocurriendo ya en aquellas zonas del país controladas por los rebeldes- en Siria».

Y, sin embargo, el viaje del Papa ha sido un éxito… «Ha sido una especie de milagro que se haya desarrollado en un clima de calma e incluso de llamativa cordialidad por parte de todos los líderes religiosos», escribía el corresponsal de ABC, Juan Vicente Boo. «Una lección de serenidad», titulaba su artículo, en El Mundo, Rafael Navarro Valls.

«El mundo árabe y el mundo entero habrán visto, en estos momentos de turbación, a los cristianos y a los musulmanes reunidos para celebrar la paz», decía en su despedida el propio Papa. El contraste no podía ser mayor. Pocas horas después de su marcha, bombarderos sirios alcanzaban objetivos dentro del Líbano, y Hezbolá amenazaba con incendiar el país árabe. Lo había advertido claramente Benedicto XVI: el equilibrio libanés «es extremadamente delicado». Es «un don de Dios que hay que pedir con insistencia, preservar a cualquier precio, y consolidar con determinación». De ello, entre otras cosas, depende que puedan seguir o no viviendo en el Líbano muchos cristianos.