Un Francisco desbordante «tira los papeles» en sus últimos encuentros en Perú
Habla a corazón abierto con las religiosas, los obispos y los jóvenes
Con aspecto muy cansado, pero a la vez rebosando energía, el Papa Francisco ha «tirado los papeles» el domingo en sus últimos encuentros con religiosas, obispos y jóvenes en Perú, prefiriendo hablarles desde el corazón y responder a las preguntas de los prelados, sorprendidos por un inesperado coloquio colectivo en lugar de escuchar un discurso.
La madre Soledad ha recibido al Santo en nombre de quinientas religiosas contemplativas de todo el país, reunidas en el Santuario del Señor de los Milagros. Había muchas religiosas jóvenes, que acogieron a Francisco con entusiasmo de concierto de ídolo juvenil.
La priora, en cambio, fue más mesurada, explicándole que «hace algo más de cincuenta años me trasladé del monasterio de carmelitas de Vitoria, en España, y llegué a esta hermosa tierra del Perú».
El Papa estaba de muy bien humor y ha comenzado enviando un saludo «a mis cuatro Carmelos de Buenos Aires, que me acompañaron en mi ministerio en aquella diócesis. No se ponen celosas, ¿no?».
Les ha animado a tener corazón grande y a «rezar mucho por la unidad de esta amada Iglesia peruana, porque está tentada de desunión. A ustedes les encomiendo la unidad. El demonio es mentiroso, chismoso, busca dividir. Un chisme es como la bomba de un terrorista».
Poco después, en el Palacio Arzobispal de Lima, Francisco ha sorprendido a los obispos del Perú con un precioso discurso sobre el ejemplo misionero de santo Toribio de Mogrovejo, «que de 22 años de episcopado pasó 18 fuera de Lima, recorriendo por tres veces el territorio», e invitándoles a hacerle preguntas.
«Muy emocionado»
Ante una cuestión sobre la Amazonía, el Papa ha confesado que «allí me sentí muy emocionado» y que «me dio un poco de vergüenza» cuando los indígenas le impusieron los adornos de vivos colores.
En su opinión, el diaconado permanente «es una de las cosas que tenemos que pensar en serio, pero hay ya un Sínodo sobre la Amazonía (en 2019), y el Papa no puede hablar antes. Así que se arreglen los padres sinodales para hacer las propuestas».
Francisco les ha invitado a ser paternales con los sacerdotes pues «sin paternidad, los presbíteros se caen o le tienen miedo al obispo, y se apartan o le mienten. Quizá nos haga bien examinarnos sobre nuestra paternidad».
Cuando alguno se porte mal deben aplicar medidas disciplinarias, «pero nunca tomen una decisión irreversible sobre un sacerdote sin un proceso antes. No dar una patada y echarlo».
Con la misma soltura se ha referido a los graves problemas de corrupción, droga y abusos, difíciles de corregir entre otros motivos porque «la política está enferma. Hay excepciones, pero está más enferma que sana».
A continuación, hablando a miles de jóvenes desde el balcón de la plaza de Armas, Francisco les ha exhortado a no desanimarse viendo que «mi vida no es del todo limpia» pues «Jesús no se desanima de vos».
Por eso no es necesario esconder los fallos ni «hacer Photoshop a los demás, a la realidad, ni a nosotros. El corazón no se puede photoshopear. Jesús nos ama con nuestros defectos. ¡No te maquilles!».
En tono serio ha añadido que «hoy me llegan noticias muy preocupantes desde la Republica Democrática del Congo», por lo que ha realizado un llamamiento a las autoridades y ha invitado a los muchachos y muchachas a rezar juntos por ese país.
Era el penúltimo encuentro de la visita al Perú, y los jóvenes le escuchaban extasiados. Ellos son el futuro, y la clave de que se haga realidad el lema del viaje del Papa: «Unidos en la esperanza».
Juan Vicente Boo / ABC. Lima
Queridas hermanas de los diversos monasterios de vida contemplativa:
¡Qué bueno es estar aquí, en este Santuario del Señor de los Milagros, tan frecuentado por los peruanos, para pedirle su gracia y para que nos muestre su cercanía y su misericordia! Él, que es «faro que guía, que nos ilumina con su amor divino». Al verlas a ustedes aquí, me viene un mal pensamiento: que aprovecharon para salir del convento un rato y dar un paseíto. Gracias, Madre Soledad, por sus palabras de bienvenida, y a todas ustedes que desde el silencio del claustro caminan siempre a mi lado. Y también —me lo van a permitir porque me toca el corazón— desde aquí mandar un saludo a mis cuatro Carmelos de Buenos Aires. También a ellas las quiero poner ante el Señor de los Milagros, porque ellas me acompañaron en mi ministerio en aquella diócesis, y quiero que estén aquí para que el Señor las bendiga. No se ponen celosas, ¿no? [Responden: «No»].
Escuchamos las palabras de san Pablo, recordándonos que hemos recibido el espíritu de adopción filial que nos hace hijos de Dios (cf. Rm 8, 15-16). Esas pocas palabras condensan la riqueza de toda vocación cristiana: el gozo de sabernos hijos. Esta es la experiencia que sustenta nuestras vidas, la cual quiere ser siempre una respuesta agradecida a ese amor. ¡Qué importante es renovar día a día este gozo! Sobre todo en los momentos en que el gozo parece que se fue o el alma está nublada o hay cosas que no se entienden; ahí volverlo a pedir y renovar: «Soy hija, soy hija de Dios».
Un camino privilegiado que tienen ustedes para renovar esta certeza es la vida de oración, oración comunitaria y personal. La oración es el núcleo de vuestra vida consagrada, vuestra vida contemplativa, y es el modo de cultivar la experiencia de amor que sostiene nuestra fe, y como bien nos decía la Madre Soledad, es una oración siempre misionera. No es una oración que rebota en los muros del convento y vuelve para atrás, no, es una oración que va y sale, y sale…
La oración misionera es la que logra unirse a los hermanos en las variadas circunstancias en que se encuentran y rezar para que no les falte el amor y la esperanza. Así lo decía santa Teresita del Niño Jesús: «Entendí que sólo el amor es el que impulsa a obrar a los miembros de la Iglesia y que, si faltase el amor, ni los apóstoles anunciarían ya el Evangelio, ni los mártires derramarían su sangre. Reconocí claramente y me convencí de que el amor encierra en sí todas las vocaciones, que el amor lo es todo, que abarca todos los tiempos y lugares, en una palabra, que el amor es eterno… En el corazón de la Iglesia, que es mi madre, yo seré el amor»[1]. Ojalá que cada una de ustedes pueda decir esto. Si alguna está media flojita y se le apagó el fueguito del amor, ¡pídalo!, ¡pídalo! Es un regalo de Dios amor poder amar.
¡Ser el amor! Es saber estar al lado del sufrimiento de tantos hermanos y decir con el salmista: «En el peligro grité al Señor, y me escuchó, poniéndome a salvo» (Sal 117, 5). Así vuestra vida en clausura logra tener un alcance misionero y universal y «un papel fundamental en la vida de la Iglesia. Rezan e interceden por muchos hermanos y hermanas presos, emigrantes, refugiados y perseguidos; por tantas familias heridas, por las personas en paro, por los pobres, por los enfermos, por las víctimas de dependencias, por no citar más que algunas situaciones que son cada día más urgentes. Ustedes son como aquellos amigos que llevaron al paralítico ante el Señor, para que lo sanara (cf. Mc 2, 1-12). No tenían vergüenza, eran «sin vergüenza», pero bien dicho. No tuvieron vergüenza de hacer un agujero en el techo y bajar al paralítico. Sean «sin vergüenza», no tengan vergüenza de hacer con la oración que la miseria de los hombres se acerque al poder de Dios. Esa es la oración vuestra. Por la oración, día y noche, acercan al Señor la vida de muchos hermanos y hermanas que por diversas situaciones no pueden alcanzarlo para experimentar su misericordia sanadora, mientras que Él los espera para llenarlos de gracias. Por vuestra oración ustedes curan las llagas de tantos hermanos»[2].
Por eso mismo podemos afirmar que la vida de clausura no encierra ni encoge el corazón sino que lo ensancha ¡Ay! de la monja que tiene el corazón encogido. Por favor, busquen remedio. No se puede ser monja contemplativa con el corazón encogido. Que vuelva a respirar, que vuelva a ser un corazón grande. Además, las monjas encogidas son monjas que han perdido la fecundidad y no son madres; se quejan de todo, no sé, amargadas, siempre están buscando un “tiquismiquis” para quejarse. La santa Madre [Teresa de Jesús] decía: «!Ay! de la monja que dice: “hiciéronme sin razón, me hicieron una injusticia”. En el convento no hay lugar para las “coleccionistas de injusticias”, sino hay lugar para aquellas que abren el corazón y saben llevar la cruz, la cruz fecunda, la cruz del amor, la cruz que da vida.
El amor ensancha el corazón, y por tanto con el Señor vamos adelante, porque él nos hace capaz de sentir de un modo nuevo el dolor, el sufrimiento, la frustración, la desventura de tantos hermanos que son víctimas en esta «cultura del descarte» de nuestro tiempo. Que la intercesión por los necesitados sea la característica de vuestra plegaria. Con los brazos en alto como Moisés, con el corazón así tendido, pidiendo… Y cuando sea posible ayúdenlos, no sólo con la oración, sino también con el servicio concreto. Cuántos conventos de ustedes, sin faltar la clausura, respetando el silencio, en algunos momentos de locutorio pueden hacer tanto bien.
La oración de súplica que se hace en sus monasterios sintoniza con el Corazón de Jesús que implora al Padre para que todos seamos uno, así el mundo creerá (cf. Jn 17, 21). ¡Cuánto necesitamos de la unidad en la Iglesia! Que todos sean uno. ¡Cuánto necesitamos que los bautizados sean uno, que los consagrados sean uno, que los sacerdotes sean uno, que los obispos sean uno! ¡Hoy y siempre! Unidos en la fe. Unidos por la esperanza. Unidos por la caridad. En esa unidad que brota de la comunión con Cristo que nos une al Padre en el Espíritu y, en la Eucaristía, nos une unos con otros en ese gran misterio que es la Iglesia. Les pido, por favor, que recen mucho por la unidad de esta amada Iglesia peruana porque está tentada de desunión. A ustedes le encomiendo la unidad, la unidad de la Iglesia, la unidad de los agentes pastorales, de los consagrados, del clero y de los obispos. El demonio es mentiroso y, además, es chismoso, le encanta andar llevando de un lado para otro, busca dividir, quiere que en la comunidad unas hablen mal de las otras. Esto lo dije muchas veces, así que me repito: ¿saben lo que es la monja chismosa? Es terrorista, peor que los de Ayacucho hace años, peor, porque el chisme es como una bomba, entonces va y “suif, suiff suiff” como el demonio, tira la bomba, destruye y se va tranquila. Monjas terroristas no, sin chismes. Ya saben que el mejor remedio para no chismeares morderse la lengua. La enfermera va a tener trabajo porque se les va a inflamar la lengua, pero no tiraron la bomba. O sea, que no haya chismes en el convento, porque eso lo inspira el demonio, porque es chismoso por naturaleza y es mentiroso. Y acuérdense de los terroristas de Ayacucho cuando tengan ganas de pasar un chisme.
Esfuércense en la vida fraterna, haciendo que cada monasterio sea un faro que pueda iluminar en medio de la desunión y la división. Ayuden a profetizar que esto es posible. Que todo aquel que se acerque a ustedes pueda pregustar la bienaventuranza de la caridad fraterna, tan propia de la vida consagrada y tan necesitada en el mundo de hoy y en nuestras comunidades.
Cuando se vive la vocación en fidelidad, la vida se hace anuncio del amor de Dios. Les pido que no dejen de dar ese testimonio. En esta Iglesia de Nazarenas Carmelitas Descalzas, me permito recordar las palabras de la Maestra de vida espiritual, santa Teresa de Jesús: «Si pierden la guía, que es el buen Jesús, nunca acertarán el camino». Siempre detrás de Él. “Ay, padre, pero a veces Jesús termina en el Calvario”. Pues andá vos ahí también, que ahí también te espera, porque te quiere. «Porque el mismo Señor dice que es camino; también dice el Señor que es luz, y que no puede nadie ir al Padre sino por Él»[3].
Queridas hermanas, sepan una cosa: ¡la Iglesia no las tolera a ustedes, las necesita! La Iglesia las necesita. Con su vida fiel sean faros e indiquen a Aquel que es camino, verdad y vida, al único Señor que ofrece plenitud a nuestra existencia y da vida en abundancia[4].
Recen por la Iglesia, recen por los pastores, por los consagrados, por las familias, por los que sufren, por los que hacen daño y destruyen tanta gente, por los que explotan a sus hermanos. Y por favor, siguiendo con la lista de pecadores no se olviden, de rezar por mí. Gracias.
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Notas
[1] Manuscritos autobiográficos, Lisieux (1957), 227-229.
[2] Const. ap. Vultum Dei quaerere, sobre la vida contemplativa femenina (29 junio 2016), 16.
[3] Libro de las Moradas, VI, cap. 7, n. 6.
[4] Cf. Const. ap. Vultum Dei quaerere, sobre la vida contemplativa femenina (29 junio 2016), 6.
Queridos hermanos en el episcopado:
Gracias por las palabras que me han dirigido el señor cardenal arzobispo de Lima, y el señor presidente de la Conferencia Episcopal en nombre de todos los presentes. Tenía ganas de estar con ustedes. Mantengo un buen recuerdo de la visita ad limina del año pasado. Creo que ahí hablamos muchas cosas por eso lo que voy a decir hoy no va a ser tan extenso.
Los días transcurridos entre ustedes han sido muy intensos y gratificantes. Pude escuchar y vivir las distintas realidades que conforman estas tierras —una representación—, y compartir de cerca la fe del santo Pueblo fiel de Dios, que nos hace tanto bien. Gracias por la oportunidad de poder «tocar» la fe del Pueblo, de ese Pueblo que Dios les ha confiado. Y realmente aquí no se puede no tocar. Si vos no tocás la fe del Pueblo, la fe del Pueblo no te toca a vos; pero estar ahí, las calles repletas, es una gracia y hay que ponerse de rodillas.
El lema de este viaje nos habla de unidad y de esperanza. Es un programa arduo, pero a la vez provocador, que nos evoca las proezas de santo Toribio de Mogrovejo, Arzobispo de esta Sede y patrono del episcopado latinoamericano, un ejemplo de «constructor de unidad eclesial», como lo definió mi predecesor san Juan Pablo II en su primer viaje apostólico a esta tierra[1].
Es significativo que este santo Obispo sea representado en sus retratos como un «nuevo Moisés». Como saben, en el Vaticano se custodia un cuadro en el que aparece santo Toribio atravesando un río caudaloso, cuyas aguas se abren a su paso como si se tratase del mar Rojo, para que pudiera llegar a la otra orilla donde lo espera un numeroso grupo de nativos. Detrás de santo Toribio hay una gran multitud de personas, que es el pueblo fiel que sigue a su pastor en la tarea de la evangelización[2]. En la Pinacoteca Vaticana está esto. Esta hermosa imagen me «da pie» para centrar en ella mi reflexión con ustedes. Santo Toribio, el hombre que quiso llegar a la otra orilla.
Lo vemos desde el momento en que asume el mandato de venir a estas tierras con la misión de ser padre y pastor. Dejó terreno seguro para adentrarse en un universo totalmente nuevo, desconocido y desafiante. Fue hacia una tierra prometida guiado por la fe como «garantía de los bienes que se esperan» (Hb 11, 1). Su fe y su confianza en el Señor lo impulsó, y lo va a impulsar a lo largo de toda su vida a llegar a la otra orilla, donde Él lo esperaba en medio de una multitud.
1-. Quiso llegar a la otra orilla en busca de los lejanos y dispersos. Para ello tuvo que dejar la comodidad del obispado y recorrer el territorio confiado, en continuas visitas pastorales, tratando de llegar y estar allí donde se lo necesitaba, y ¡cuánto se lo necesitaba! Iba al encuentro de todos por caminos que, al decir de su secretario, eran más para las cabras que para las personas. Tenía que enfrentar los más diversos climas y geografías, «de 22 años de episcopado —22 y un cachito—, 18 los pasó fuera de Lima, fuera de su ciudad, recorriendo por tres veces su territorio»[3], que iba desde Panamá hasta el inicio de la capitanía de Chile, que no sé dónde empezaba en aquel momento —quizás a la altura de Iquique, no estoy seguro—, pero hasta el inicio de la capitanía de Chile. ¡Como cualquiera de las diócesis de ustedes, no más…! Dieciocho años recorriendo tres veces su territorio, sabía que esta era la única forma de pastorear: estar cerca proporcionando los auxilios divinos, exhortación que también realizaba continuamente a sus presbíteros. Pero no lo hacía de palabra sino con su testimonio, estando él mismo en la primera línea de la evangelización. Hoy le llamaríamos un Obispo «callejero». Un obispo con suelas gastadas por andar, por recorrer, por salir al encuentro para «anunciar el Evangelio a todos, en todos los lugares, sin asco y sin miedo. La alegría del Evangelio es para todo el pueblo, no puede excluir a nadie»[4]. ¡Cómo sabía esto santo Toribio! Sin miedo y sin asco se adentró en nuestro continente para anunciar la buena nueva.
2-. Quiso llegar a la otra orilla no sólo geográfica sino cultural. Fue así como promovió por muchos medios una evangelización en la lengua nativa. Con el tercer Concilio Limense, procuró que los catecismos fueran realizados y traducidos en quechua y aymara. Impulsó al clero a que estudiara y conociera el idioma de los suyos para poder administrarles los sacramentos de forma comprensible. Yo pienso a la reforma litúrgica de Pío XII, cuando empezó con esto a retomar para toda la Iglesia… Visitando y viviendo con su Pueblo se dio cuenta de que no alcanzaba llegar tan sólo físicamente, sino que era necesario aprender a hablar el lenguaje de los otros, sólo así, llegaría el Evangelio a ser entendido y penetrar en el corazón. ¡Cuánto urge esta visión para nosotros, pastores del siglo XXI!, que nos toca aprender un lenguaje totalmente nuevo como es el digital, por citar un ejemplo. Conocer el lenguaje actual de nuestros jóvenes, de nuestras familias, de los niños… Como bien supo verlo santo Toribio, no alcanza solamente llegar a un lugar y ocupar un territorio, es necesario poder despertar procesos en la vida de las personas para que la fe arraigue y sea significativa. Y para eso tenemos que hablar su lengua. Es necesario llegar ahí donde se gestan los nuevos relatos y paradigmas, alcanzar con la Palabra de Jesús los núcleos más profundos del alma de nuestras ciudades y de nuestros pueblos[5]. La evangelización de la cultura nos pide entrar en el corazón de la cultura misma para que ésta sea iluminada desde adentro por el Evangelio. Estoy seguro que me conmovió, anteayer, en Puerto Maldonado, cuando… —entre todos esos nativos que había ahí de tantas etnias—, me conmovió cuando tres me trajeron una estola; todos pintados, con sus trajes: eran diáconos permanentes. Anímense, anímense, así lo hacía Toribio. En aquella época no había diáconos permanentes, había catequistas, pero en su lengua, en su cultura, y ahí se metió. Me conmovió ver a esos diáconos permanentes.
3-. Quiso llegar a la otra orilla de la caridad. Para nuestro patrono la evangelización no podía darse lejos de la caridad. Porque sabía que la forma más sublime de la evangelización era plasmar en la propia vida la entrega de Jesucristo por amor a cada uno de los hombres. Los hijos de Dios y los hijos del demonio se manifiestan en esto: el que no practica la justicia no es de Dios, ni tampoco el que no ama a su hermano (cf. 1 Jn 3, 10). En sus visitas pudo constatar los abusos y los excesos que sufrían las poblaciones originarias, y así no le tembló el pulso, en 1585, cuando excomulgó al corregidor de Cajatambo, enfrentándose a todo un sistema de corrupción y tejido de intereses que «arrastraba la enemistad de muchos», incluyendo al Virrey[6]. Así nos muestra al pastor que sabe que el bien espiritual no puede nunca separarse del justo bien material y tanto más cuando se pone en riesgo la integridad y la dignidad de las personas. Profecía episcopal que no tiene miedo a denunciar los abusos y excesos que se cometen frente a su pueblo. Y de este modo logra recordar dentro de la sociedad y de sus comunidades que la caridad siempre va acompañada de la justicia y no hay auténtica evangelización que no anuncie y denuncie toda falta contra la vida de nuestros hermanos, especialmente contra la vida de los más vulnerables. Es una alerta a cualquier tipo de coqueteo mundano que nos ata las manos por algunas migajas; la libertad del Evangelio…
4-. Quiso llegar a la otra orilla en la formación de sus sacerdotes. Fundó el primer seminario postconciliar en esta zona del mundo, impulsando de esta manera la formación del clero nativo. Entendió que no bastaba llegar a todos lados y hablar la misma lengua, que era necesario que la Iglesia pudiera engendrar a sus propios pastores locales y así se convirtiera en madre fecunda. Para ello defendió la ordenación de los mestizos –cuando estaba muy discutida la misma– buscando alentar y estimular a que el clero, si se tenía que diferenciar en algo, era por la santidad de sus pastores y no por la procedencia racial[7]. Y esta formación no se limitaba solamente al estudio en el seminario, sino que proseguía en las continuas visitas que les realizaba, estaba cerca de sus curas. Ahí podía ver de primera mano el «estado de sus curas», preocupándose por ellos. Cuenta la leyenda que en las vísperas de Navidad su hermana le regaló una camisa para que la estrenara en las fiestas. Ese día fue a visitar a un cura y al ver la situación en que vivía, se sacó su camisa y se la entregó[8]. Es el pastor que conoce a sus sacerdotes. Busca alcanzarlos, acompañarlos, estimularlos, amonestarlos —le recordó a sus curas que eran pastores y no comerciantes y por lo tanto, habrían de cuidar y defender a los indios como a hijos—[9]. Pero no lo hace desde «el escritorio», y así puede conocer a sus ovejas y ellas reconocen en su voz, la voz del Buen Pastor.
5-. Quiso llegar a la otra orilla, la de la unidad. Promovió de manera admirable y profética la formación e integración de espacios de comunión y participación entre los distintos integrantes del Pueblo de Dios. Así lo señaló san Juan Pablo II cuando, en estas tierras, hablándole a los obispos decía: «El tercer Concilio Limense es el resultado de ese esfuerzo, presidido, alentado y dirigido por santo Toribio, y que fructificó en un precioso tesoro de unidad en la fe, de normas pastorales y organizativas a la vez que en válidas inspiraciones para la deseada integración latinoamericana»[10]. Bien sabemos, que esta unidad y consenso fue precedida de grandes tensiones y conflictos. No podemos negar las tensiones, existen, las diferencias, existen; es imposible una vida sin conflictos. Pero estos nos exigen, si somos hombres y cristianos, mirarlos de frente, asumirlos. Pero asumirlos en unidad, en diálogo honesto y sincero, mirándonos a la cara y cuidándonos de caer en tentación, o de ignorar lo que pasó o quedar prisioneros y sin horizontes que ayuden a encontrar caminos que sean de unidad y de vida. Resulta inspirador, en nuestro camino de Conferencia Episcopal, recordar que la unidad siempre prevalecerá sobre el conflicto[11]. Queridos hermanos obispos, trabajen para la unidad, no se queden presos de divisiones que parcializan y reducen la vocación a la que hemos sido llamados: ser sacramento de comunión. No se olviden que lo que atraía de la Iglesia primitiva era ver cómo se amaban. Esa era, es y será la mejor evangelización.
6-. Y a santo Toribio le llegó el momento de cruzar hacia la orilla definitiva, hacia esa tierra que lo esperaba y que iba degustando en su continuo dejar la orilla. Este nuevo partir, no lo hacía solo. Al igual que el cuadro que les comentaba al inicio, iba al encuentro de los santos seguido de una gran muchedumbre a sus espaldas. Es el pastor que ha sabido cargar «su valija» con rostros y nombres. Ellos eran su pasaporte al cielo. Y fue tan así que no quisiera dejar de lado el acorde final, el momento en que el pastor entregaba su alma a Dios. Lo hizo en un caserío junto a su pueblo y un aborigen le tocaba la chirimía para que el alma de su pastor se sintiera en paz. Ojalá, hermanos, que cuando tengamos que emprender el último viaje podamos vivir estas cosas. Pidamos al Señor que nos lo conceda[12].
Recemos unos por los otros y recen por mí. Gracias.
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Notas
[1] Discurso al episcopado peruano (2 febrero 1985), 3.
[2] Cf. Milagro de santo Toribio, Pinacoteca vaticana.
[3] Jorge Mario Bergoglio, Homilía en la celebración Eucarística, Aparecida (16 mayo 2007).
[4] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 23.
[5] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 74.
[6] Cf. Ernesto Rojas Ingunza, El Perú de los Santos, en: Kathy Perales Ysla (coord.), Cinco Santos del Perú. Vida, obra y tiempo, Lima (2016), 57.
[7] Cf. José Antonio Benito Rodríguez, Santo Toribio de Mogrovejo, en: Kathy Perales Ysla (coord.), Cinco Santos del Perú. Vida, obra y tiempo, 178.
[8] Cf. ibíd., 180.
[9] Cf. Juan Villegas, Fiel y evangelizador. Santo Toribio de Mogrovejo, patrono de los obispos de América Latina, Montevideo (1984), 22.
[10] Juan Pablo II, Discurso al episcopado peruano (2 febrero 1985), 3.
[11] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 226-230.
[12] Cf. Jorge Mario Bergoglio, Homilía en la celebración Eucarística, Aparecida (16 mayo 2007).