Hace cien años, un joven sacerdote -el padre Joseph Kentenich- hizo una Alianza de Amor con la Virgen, en una capillita de un lugar llamado Schoenstatt (Lugar hermoso), en un valle alemán.
«Nada sin ti, nada sin nosotros»: en eso quedaron él y sus jóvenes congregantes. Ellos le entregarían, sin reservas, su corazón; ella los educaría, los transformaría y les enviaría a cumplir la misión que Su Hijo le tuviera encomendada a cada uno. Ellos le probarían con hechos que la amaban; ella les mostró, día a día, su cuidado maternal; ellos se tomarían en serio su educación, partiendo de lo que cada uno era -con sus defectos y virtudes, con sus heridas, con sus miedos y esperanzas-; ella les hizo sentirse queridos en su originalidad, les ayudó a aceptarse y comprenderse, a no asustarse de sí mismos. Ellos no se conformarían con cumplir, sino que tenderían a lo más excelso; ella les sostuvo en el camino. Ellos le prometieron cumplir con fidelidad su deber de estado; ella les ayudó a sostener en el día a día su compromiso. Y todo lo ofrecían como contribución, como Capital de gracias, para que otros se beneficiaran al entrar en el pequeño santuario.
Hoy, cien años después, en la Vigilia previa a la renovación de la Alianza con nuestra Madre, y Reina, nos preguntaban a cada uno: ¿Qué pide la «Mater» ahora de ti? Esa pregunta rondaba en mi cabeza desde el 18 de octubre, y seguía con ella en el viaje a Roma camino del encuentro con el Papa Francisco. Al dirigirse a la Familia de Schoenstatt en su centenario, el Papa -entre otras cosas- nos habló de las grandes heridas que tiene la familia hoy, nos pidió que no tuviéramos miedo a ser santos: «Sólo los santos renuevan la Iglesia».
Entonces…, si sólo los santos renuevan la Iglesia… Podemos ofrecer la santidad de nuestros miembros. Podemos contribuir con la santidad de nuestras familias. Para ello, no debemos tener miedo a ser matrimonios santos. Matrimonios que hacen crecer en la fe, en la esperanza y en el amor a sus hijos, que les ayudan a vivir confiando plenamente en la providencia de un Dios Padre que los quiere, y de una Madre que los abraza, comprende y sostiene en los momentos de debilidad. Matrimonios que no son pluscuamperfectos, sino que ponen su confianza en la Madre, a la que entregan sus pequeñeces, defectos y acontecimientos, para que ella los transforme; que le confían a ella cada uno de sus miembros, para quererlos tal y como son, como un regalo único. María nos ayuda a ir descubriendo la voluntad del Señor en el día a día, a seguirle con fidelidad, a acompañar uno a uno en su camino, siendo un hogar de luz para el mundo. No tengas miedo a ser santo, sólo así contribuirás a crear una familia en la que cada uno de sus miembros sea recio, libre y sobrenatural.
Yo, como el Papa Francisco, lo he experimentado: ella es Madre y vela por sus hijos y el Señor no falla nunca. No parto de mis propias fuerzas, mi debilidad es Su fortaleza. Reina de todos los santos, Reina de la familia, ruega por nosotros.