Creo que no éramos plenamente conscientes de lo que íbamos a vivir. Creo que muchas veces necesitamos momentos como el que vivimos el domingo para tomar aire y retomar esa alegría que no deberíamos dejar que se ahogue en el día a día.
El domingo empezó para nosotras mucho antes de lo que suelen empezar los domingos. Entre los bostezos, una ilusión incipiente. La idea de llegar a la Plaza de San Pedro la habíamos descartado el sábado, cuando moverse por las calles de Roma se convirtió en misión imposible. Pusimos rumbo a Santa Maria Maggiore, donde se encontraba una de las muchas pantallas que se habían dispuesto. Cuando llegamos, colonizamos apenas un metro cuadrado de suelo y nos sentamos a esperar. Mientras comprobábamos cómo se iba llenando la plaza, cómo grupos de peregrinos llegados a Roma desde rincones tan lejanos del mundo como Michigan intentaban encontrar un hueco, una idea me revoloteaba por la cabeza: Sigue teniendo el mismo e impresionante poder de convocatoria…
Continuaban llegando grupos de gente cuando la ceremonia comenzó. Aplausos. Emoción. Casi se podía respirar la fe de la gente. El abrazo entre el Papa Francisco y Benedicto XVI hizo que la plaza estallara de emoción. De repente, …San Giovanni Paolo II e San Giovanni XXIII. Ya era un hecho. Ya podíamos decir bien alto que habíamos conocido a un santo. Abracé a mi madre con una mezcla de sentimientos que no sabía -ni veía necesario- explicar en ese momento. Cuando rezas en una ocasión así, empiezas a pedir… Pides fuerza para superar todo lo que pueda venir, pides salud para los que más te importan, pides que esa persona encuentre la fe que ahora mismo tiene algo perdida… Pides. Pero también das gracias. Un Gracias que, cuando formulas en tu cabeza, hace que un escalofrío recorra tu cuerpo. Gracias porque estoy aquí. Gracias por este momento. Gracias por todo lo que tengo. Gracias por haber tocado mi vida y haberla llenado de alegría. Gracias porque soy muy afortunada. Gracias. La gente está de rodillas, orando, haciendo suya cada palabra del Santo Padre. Habla de san Juan Pablo II como el Papa de la familia; como un hombre valiente lleno del Espíritu Santo, que tuvo el valor de abrirse a la alegría de ser cristiano. En ese momento era imposible no acordarse de ese «¡No tengáis miedo!», que sigue haciendo eco en el corazón de muchísimas personas. Juan Pablo II nos recordó algo que se había olvidado, algo que, al volverlo a oír, era como una inyección de ánimo: Lo más importante es ser buenas personas, ser santos; no se trata de ser el mejor, el más guapo, el más listo, el primero… Se trata de ser buenos cristianos. Con este pensamiento me giraba para comprobar, una vez más, que no cabía un solo alfiler.
Yo seguía sobrecogida por la cantidad de personas que éramos, y más aún cuando pensaba en la cantidad de gente que habría en el Vaticano. «Bien. Y esto sin traer a los Rolling Stones… ¡Qué maravilla! Parece que no todos estamos tan dormidos; parece que respondemos a la llamada. Qué bien que el mundo lo esté viendo. Qué bien que hayamos venido. Seréis mis testigos. Misión cumplida, Santo Padre».
Esperanza Vendrell Fontán