Leía el último libro de Gregorio Luri, Elogio de las familias sensatamente imperfectas, buscando un poco de paz entre las muchas ocupaciones, y algo de ese sentido común reconfortante que derrocha su autor en estos temas. Cuando de repente, topé con este texto: «Benjamin Carson es director de neurocirugía pediátrica en el Centro Infantil Johns Hopkins. Su madre era una empleada doméstica que se dio cuenta de que la gente de éxito pasa mucho más tiempo leyendo que mirando la televisión. Así que decidió que sus hijos solo verían tres programas semanales y que en su tiempo libre leerían libros de la biblioteca pública. Al acabar de leerlos, tenían que entregarle un comentario por escrito, que revisaba en silencio con gran interés, subrayando alguna palabra o poniendo alguna marca en los márgenes. Años más tarde, Benjamin Carson descubrió que su madre no sabía leer».
Todo lo que leo me habla de lo mismo. Por ejemplo, el magnífico Notas a pie de instante, de Jesús Montiel: «Las primeras ramas que trepé fueron los brazos de mi madre». Paladeo imágenes preciosas, la madre como una casa, la madre como un árbol. Verdaderas. Recuerdo otros poetas, otras lecturas. Siempre un hilo de gratitud: «Aunque no fuese más que por el tiempo / en el que elaboraste nuestra dicha, / tendré un rayo de plata en la memoria / cuando de ti me acuerde […]. Me consuela pensar que cuando lleguen / a mi mente las brumas, / vendrás así de nuevo a rescatarme, / a decirme quién soy. / Y yo, después de todo lo vivido, / me empinaré otra vez entre los otros, / como un polluelo hambriento, / a ver venir la luz y es tu sonrisa», dice el gran Lutgardo García Díaz.
Hay días que solo está una para leer despacito, con una sonrisa tibia, demorándose entre el agradecimiento y la esperanza. Por tanto como hemos recibido. De madre y de padre.
Releo también la antología que, hace ahora un año más o menos, dedicaba Enrique García Máiquez a algunos poetas que han cantado al padre: Tu sangre en mis venas. Y recuerdo allí a Luis Rosales: «Y eras derecho sin saberlo, / y eras tan claro que tus manos nos solían alumbrar, / y eras cabal, irrevocable y generoso».
Casi todo lo nuestro se lo debemos a ellos: padre y madre. Cuando nació mi hijo mayor, sería por la depresión posparto, me dio por llorar pensando que nunca iba a estar a la altura de mi madre… Han pasado algunos años y comprendo, ahora sí, que ser padre es un misterio: el de dar más de lo que uno tiene.