Sacerdote ucraniano: «La guerra nos ha enseñado a valorar las pequeñas alegrías»
Taras Zheplinskyi es párroco de Santa María del Patrocinio, en Kiev, recorre cada día 20 kilómetros en transporte público para celebrar Misa, confiando en que no suenen las alarmas antiaéreas. Pero nunca ha llegado tarde
—Usted es párroco en Kiev. ¿Es difícil afrontar el día a día en estas condiciones?
—La noche del 5 al 6 de junio fue una de las más terribles de los últimos meses, un auténtico infierno. Kiev se convirtió en un campo de batalla. Nadie pudo dormir. Muchos acudieron a estaciones de metro y a refugios para protegerse. Estamos preparados, pero no por eso la situación es menos aterradora. Estas alarmas y ataques han entrado en nuestra vida cotidiana. Pero intentamos mantener una vida lo más normal posible: los niños siguen yendo al colegio cuando se puede. La gente intenta trabajar, aunque siempre con esta espada de Damocles sobre sus cabezas.
—¿Cómo es la vida de un sacerdote en tiempos de guerra?
—Como la de todos los ucranianos. Cada mañana a las ocho celebro la liturgia en mi parroquia. Salgo de casa a las siete, pues debo recorrer 20 kilómetros de trayecto en transporte público. Si suenan las alarmas antiaéreas, la única opción es tomar un taxi. Pero como los piden todos, los precios se duplican. La verdad es que nunca he cancelado o aplazado una liturgia por una alarma, pero a veces me ha costado caro llegar a la parroquia.
—¿No tiene miedo?
—Para mí y para mis feligreses la liturgia es una fuente de esperanza, de fuerza espiritual y de paz. La oración es la roca sobre la que construimos nuestro presente devastado por la guerra y nuestro futuro de posguerra. Siempre salgo de casa con la esperanza de que no suene la alarma. Pero si suena, busco otra solución sin ponerme nervioso.
—¿Cómo lo vive su familia?
—Soy sacerdote de rito oriental y estoy casado. Mi mujer se llama María. Nuestro hijo nació dos meses después del comienzo de la invasión y no sabe lo que significa vivir sin ella. Se llama Liubomyr, «el que ama la paz», para que siempre tenga en sus labios la palabra ucraniana myr (paz). La guerra nos ha enseñado a valorar las pequeñas alegrías.
Anoche, mientras lo acostaba, mi hijo me pidió que le diera la mano. Pensé en cuántos padres en Ucrania no volverán a oír esas palabras de su bebé. Cuando le di la mano y se quedó dormido, empezó la alarma.
—¿Qué proyectos tienen?
—No sabemos lo que nos espera esta noche. Nadie en Ucrania lo sabe. Solo el que lanza los misiles desde la Federación Rusa. Pero nosotros no huimos de la vida, seguimos sirviendo a Dios allí donde vivimos. Continuamos con nuestras actividades pastorales, adaptándonos a la situación. Organizamos oraciones, asistencia espiritual y ayuda humanitaria. Nuestras iglesias permanecen abiertas, algunas 24 horas al día, siete días a la semana. También colaboramos con organizaciones católicas para llevar ayuda concreta a los afectados por la guerra.
—¿Qué necesitan?
—Sobre todo oraciones y solidaridad espiritual. Pero también ayudas concretas. En Ucrania, cinco millones de personas necesitan alimentos urgentemente y cuatro millones han perdido sus casas. No son solo cifras, son vidas de personas concretas. Necesitamos que el mundo, España, no se olvide de Ucrania y no se acostumbre a esta guerra; que sigan presionando a Rusia para que cese esta agresión.
—¿Se sienten abandonados?
—Rusia quiere que Ucrania desaparezca, no reconoce el derecho del pueblo ucraniano a existir. Pero no nos sentimos abandonados. Cada vez que el Papa recuerda a Ucrania con sus llamamientos, confirma nuestro derecho a existir. Nuestra esperanza viene de Cristo resucitado.