Robert Schuman, jefe del gobierno francés, ministro y autor de la declaración que lleva su nombre del 9 de mayo de 1950 y que dio pie a la construcción europea, supo abrir una nueva vía de relaciones internacionales basada en la negociación política. Podría convertirse pronto en santo, demostrando así que la política puede ser un camino para la santidad.
Nació en Luxemburgo, en 1886. Siendo ya abogado en Metz, fue movilizado por el ejército alemán durante la Primera Guerra Mundial. Al terminar la guerra e integrarse Lorena en la República Francesa, Schuman empezó a participar activamente en política como diputado democristiano (1919). Durante la ocupación alemana de Francia (1940-44) fue deportado por no colaborar con el Tercer Reich. Volvió a ser diputado en la posguerra y fue ministro de Hacienda (1946-47), de Asuntos Exteriores (1948-52) de Justicia (1955-56), y primer ministro (1947-48). Considerado el principal fundador de la Unión Europea, al poner en marcha, en colaboración con Jean Monnet, el Plan Schuman de 1950, que ponía los estratégicos sectores del carbón y del acero de Francia y Alemania bajo una administración conjunta, a la que se unieron Italia, Bélgica, Holanda y Luxemburgo, dando origen a la Comunidad Europea del Carbón y del Acero. Murió en Lorena en 1963.
Schuman es ejemplo preclaro de la «caridad política» de la que ya nos hablaba san Pablo VI, y que tan bien ha desarrollado el Papa Francisco en su encíclica Fratelli Tutti: «Reconocer a cada ser humano como un hermano o una hermana y buscar una amistad social que integre a todos no son meras utopías. Exigen la decisión y la capacidad para encontrar los caminos eficaces que las hagan realmente posibles. Cualquier empeño en esta línea se convierte en un ejercicio supremo de la caridad. Porque un individuo puede ayudar a una persona necesitada, pero cuando se une a otros para generar procesos sociales de fraternidad y de justicia para todos, entra en el campo de la más amplia caridad, la caridad política. Se trata de avanzar hacia un orden social y político cuya alma sea la caridad social. Una vez más convoco a rehabilitar la política, que es una altísima vocación, es una de las formas más preciosas de la caridad, porque busca el bien común» (nº 180).
Cuando estableció relaciones estrechas con los líderes democristianos de Alemania e Italia, Adenauer y De Gasperi, su objetivo fue la integración europea que garantizara al continente la paz, la prosperidad y la influencia perdida en la escena internacional. Quien fue definido por Pablo VI como «un infatigable pionero de la unidad europea», descubrió que, en la política, «el arte de lo posible», la audacia debe estar al servicio de los grandes ideales. Muchos otros, antes que él, soñaron en una Europa más unida, pero él encontró la estrategia que la haría posible: de la unidad económica a la política, y de esta a la social y cultural, porque el espíritu de unidad ya se cernía en su identidad cultural.
Según el postulador de su causa de beatificación, Jacques Paragon, «para el padre de Europa el catolicismo no era solo una fe sino una doctrina social». Es más, vivió «toda su política como respuesta a una vocación interior». Los impulsores de la causa afirman que su vida ilustra lo que podríamos llamar «santidad política» y creen que «los pueblos necesitan ejemplos como el de Robert Schuman, cuya vida manifiesta la unidad profunda entre fe, pensamiento y acción».
El espíritu de Europa
Pero, ¿qué Europa? Me permito una pequeña reflexión, la de un simple testigo de los hechos y de las ideas, para centrar este llamamiento del Papa en el contexto de una Europa fortalecida con su moneda común, desmotivada por sus fuertes discrepancias en la política internacional, y enriquecida, aunque no sin temores por parte de todos, acogedores y acogidos, con la entrada en la Unión de numerosos nuevos países.
Se trata de una Europa que el Santo Padre en su rico magisterio ha llamado a ser ella misma, a recuperar, defender, y aprovechar bien para el presente y para el futuro sus raíces cristianas, y una Europa que cuando nadie se lo creía, él ya decía que solo es posible si es completa, es decir, desde el Mediterráneo hasta los Urales, una Europa que respira con dos pulmones, el oriental y el occidental, una Europa que si en algo puede enorgullecerse de su historia no es de sus luchas internas, ni de su dominio al resto del mundo, sino de su servicio a la construcción de un mundo más desarrollado, unido, organizado políticamente desde el desarrollo de las libertades. A esta Europa es a la que se refiere el Papa, profeta y guía moral de la historia contemporánea. La Europa que es hoy, más que nunca, como dice Julian Marías, «una realidad futuriza», que pasa por la moneda común, por la frontera común, por la seguridad común, y por la protección social común. Pero también pasa por la búsqueda común de sí misma, de sus raíces: qué humanismo defiende, por qué proyecto de mundo apuesta, hacia dónde apuntan sus esfuerzos. Cuando el Papa habla de «raíces de Europa» se refiere a los fundamentos histórico-culturales que configuran la identidad original básica del actual proceso de construcción europea.
Sin duda, el mundo helenístico, el Imperio Romano, la cristiandad medieval, la Reforma y la Contrarreforma, el Renacimiento, la Ilustración, etc. son importantes hitos históricos que constituyen raíces, y peldaños, del proceso de construcción europea. Pero si fijamos nuestra mirada sobre la identidad europea en los últimos peldaños correspondientes al siglo XX, tras la huella dejada por los movimientos europeístas (Paneuropa del conde Coudenhove-Kalergi, o los inicios del Movimiento Europeo), tendríamos que hablar de la Europa que renace de sus cenizas tras la Segunda Guerra Mundial. Ahí están los padres de la nueva Europa como Schuman, De Gasperi o Monnet.
El 9 de mayo, día de Europa
Cuando el 9 de mayo de 1950 el ministro francés Robert Schuman presentó un plan, inspirado por su colaborador Jean Monnet, como primer esbozo de lo que un año más tarde sería la primera Comunidad Europea (la del Carbón y el Acero), lo que pretendía era apostar políticamente en favor de la paz, desde una visión funcionalista y evolutiva de la construcción europea, que a través de la unificación económica y política, se aproximase a un verdadero proyecto cultural de civilización humanista: «La Comunidad Europea –decía Schuman en 1950– no podrá ni deberá permanecer como empresa económica y técnica. Le hará falta una voluntad política, al servicio de un ideal humano».
En pleno siglo XX, bajo la égida de una técnica que permite y asegura todas las intercomunicaciones, la humanidad y en ella esta provincia europea se enfrentan al reto de una nueva crisis planetaria, la de su globalización. Ciertamente, Europa se ha empequeñecido. No es más que un fragmento de Occidente, mientras hace cuatro siglos Occidente no era más que un fragmento de Europa. Pero además es un fragmento en proceso de fragmentación, pues a la fragmentación regionalista, siempre enriquecedora para el encuentro de las raíces europeas, hay que añadir la fragmentación cultural, que es uno de los principales rasgos de la cultura posmoderna actual, y que toma el ropaje de un cierto desenraizamiento de la conciencia de identidad europea. Los antiguos países del este europeo que han vivido medio siglo divididos del oeste por un muro no solo político y económico, sino también sociocultural, vuelven la mirada a la Europa del oeste no solo en busca de su sociedad del bienestar, sino en busca de sus valores de humanismo, tolerancia y democracia, sometidos a una crisis de motivación.
Las diversas piezas de la identidad europea
Precisamente, esta fragmentación exige una reubicación de las diversas piezas de la identidad cultural europea. Reubicación que para algunos, como para Edgar Morin, supone el reconocimiento de un sinfín de fracasos: «El fundamento de Europa es la pérdida de los fundamentos (el imperio, el Mediterráneo, la cristiandad)». Para otros pensadores, como el filósofo italiano Atilio Danese, sin embargo, es precisamente la impronta cristiana de Europa la que abraza –no destruye-– sus raíces precristianas, y la abre a la diversidad y universalidad de influencias, como verdadero artífice dinámico de la «unidad en la pluralidad» cultural. Históricamente, como decía Goethe, Europa nació en peregrinaje y el cristianismo es su lengua materna. Ahora esta mirada, más prospectiva que retrospectiva, no busca la adscripción teocrática o confesional del proyecto europeo, sino la asunción de aquellos valores que han forjado en la conciencia colectiva de los pueblos europeos el afán de diálogo ecuménico, cultural y social, de apertura universal a los desafíos del mundo entero, y de una efectiva solidaridad. Diálogo, apertura y solidaridad universales que encuentran nuevos escenarios en el desafío de la creciente inmigración europea.
A la hora de encontrar, por tanto, una formulación sintética de las raíces de Europa partiendo de esta diversidad cultural, podemos reconocer –con el gran europeista Marcelino Oreja– como señas de identidad del espíritu europeo estos tres conceptos: el humanismo, la diversidad, la universalidad. No como conceptos abstractos, sino como experiencias vividas, sufridas, traicionadas, reasumidas, y conquistadas del Viejo Continente. Y como referentes históricos identificativos de las raíces europeas, la trilogía formulada por el filósofo Xavier Zubiri: la filosofía griega, el derecho romano y el cristianismo.