Juan de Dios Martín Velasco - Alfa y Omega

Este lunes concelebré en el funeral oficiado en la catedral de La Almudena por Juan de Dios Martín Velasco (1934-2020), sacerdote de Madrid, que nos dejó en abril de este año, cuando estábamos en pleno confinamiento por la pandemia.

A pesar de las fechas navideñas, de los aforos y de las prudentes reservas a participar en grandes celebraciones, la participación de los sacerdotes de Madrid fue muy numerosa, acompañados por todos los seminaristas, alumnos y profesores del Instituto de Pastoral, familiares y amigos de Juan de Dios. En su homilía, el arzobispo de Madrid, cardenal Carlos Osoro, hizo suya una breve presentación de Juan de Dios del boletín de amigos del Instituto de Pastoral: «Hombre de Dios, discreto y sencillo». Los que tuvimos la suerte –es decir, la gracia– de conocerle, sabemos que no cabe mejor descripción. Claro que podríamos añadir tantos otros rasgos: sabio, humilde, prudente, inteligente, paciente…

Don Carlos apuntó también una expresión muy certera: fue un hombre cercano a la gente, sobre todo a la gente sencilla. Esto apunta a aquello que, para una generación de sacerdotes, supuso el testimonio atrayente y conmovedor del que fuera rector del seminario durante una década eclesialmente decisiva y convulsa (1977-1987). A quienes éramos entonces seminaristas nos enseñó una mística muy especial, la de una espiritualidad sacerdotal marcada por el ser y el estar, más que por el hacer y el hablar. Si tuviera que explicar de algún modo, aunque torpemente, esta espiritualidad que nos contagió, sería la vivir con pasión a través del ministerio sacerdotal el corazón del mensaje del Concilio Vaticano II para toda la Iglesia: «Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del genero humano y de su historia» (Gaudium et spes, 1).

Juan de Dios, como profesor, tuvo siempre un reconocimiento académico que él trató siempre de hacer invisible: era reconocido en el mundo filosófico como uno de los más importantes expertos en fenomenología de la religión. Sus libros y sus artículos siguen siendo un referente imprescindible en todo el mundo para quienes quieren saber de esta materia. Y, paradójicamente, el Juan de Dios filósofo era desde su filosofía un Juan de Dios místico. Filosofía y mística se unían en él en un punto de encuentro decisivo y definitivo: el misterio de Dios. Ante el Insondable, el Inabarcable, el Tremendo, el Luminoso y el Fascinante, se postra la razón y se postra la fe. Y la fe y la razón que cultivó Juan de Dios, en su vida y en su ministerio, en su personalidad y en su magisterio, llevaban a quienes le escuchábamos y le contemplábamos al Misterio insondable de Dios.

Rector del seminario

Y esto tiene mucho que ver con el hecho de que el Juan de Dios rector del seminario no estaba tan preocupado por que los futuros sacerdotes «tuviesen las ideas claras», si con dicha expresión se aludía a una invencible capacidad de respuesta intelectual apologética a todas las preguntas sobre la fe cristiana de quienes dudan o se alejan de ella. Para él la preocupación principal era otra: que los futuros sacerdotes tuviéramos, en cambio, una vida clarividente, en la que los dudosos y alejados de la fe pudieran encontrar un amigo capaz de acompañarlos en la búsqueda de sentido, de verdad, de bondad y justicia, de belleza infinitas, en el despertar de la nostalgia de Dios que todos llevamos dentro en medio de las vicisitudes de nuestra vida, del drama de la vida humana vivida de mil modos distintos, que el sacerdote hace suyo, haciéndose uno con todos los que encuentra en el camino de su vida.

Los que, aunque torpemente, fuimos tocados por esta manera de entender nuestra vocación, no podremos jamás agradecer a Juan de Dios todo el bien que nos hizo, tanto a través del trato personal, como a través del modo en el que diseñó y cuidó el seminario de Madrid, cuando él fue pionero a la hora de revalorizar y priorizar algunos aspectos fundamentales de la formación sacerdotal como eran, además de esta «mística» que llamábamos con acierto «de encarnación», la madurez humana, la estabilidad psicológica, la vida comunitaria, la pobreza, y la caridad pastoral.

Juan de Dios nos enseñó, como reza el título de uno de sus libros, a «vivir la fe a la intemperie», y a acompañar a tantos en la vivencia de su fe «en la intemperie». Para lo cual, lejos de toda tentación de aislacionismo y clericalismo, el camino, apasionante camino, que con sus formadores del seminario nos proponía, consistía en que la intemperie del sacerdote no fuera distinta a la intemperie de la gente, de los que nutren las comunidades cristianas, y de los que en todo caso nutren la sociedad, o como diría el Papa Francisco con profundidad teológica y pastoral similar, el «pueblo», «el pueblo santo de Dios», y el pueblo más grande del que es inseparable, el pueblo que en cada tiempo y lugar forma parte de la historia de la salvación.

La cultura del encuentro

De hecho, la irrupción en la Iglesia de hoy del pontificado del Papa Francisco fue para nosotros una gracia especial entre otras cosas porque encontramos una gran sintonía entre su propuesta de renovación eclesial y lo que habíamos aprendido en el seminario bajo la guía de Juan de Dios. Así no nos resultó difícil entender la propuesta de la «cultura del encuentro», de la que nos había dado ejemplo con esa humildad personal e intelectual que le permitían moverse con libertad y ser acogido y escuchado en los ámbitos de la cultura de la incredulidad y de la secularidad.

Y así tampoco nos resultó difícil entender la propuesta de las periferias existenciales, cuya mística no está muy alejada de la exigente y atrevida propuesta de las comunidades de barrio del seminario, experiencia junto a la de la formación personalizada y comunitaria, que siempre agradeceré de mis años de seminarista. Por cierto, pocos saben que el proyecto del seminario de Madrid diseñado por Martín Velasco fue uno de los puntos de referencia principales de la propuesta de renovación de la formación sacerdotal de la exhortación apostólica Pastores Dabo Vobis (1992) de san Juan Pablo II.

Tuve de nuevo la suerte, es decir, la gracia, de reencontrarme habitualmente con Juan de Dios estos últimos años en el claustro de profesores del Instituto de Pastoral de la Universidad Pontificia de Salamanca en Madrid. Volví a encontrar en él el criterio más sosegado, la convicción firme y la flexibilidad unidas, la profundidad en los análisis y el discernimiento para aplicar sus conclusiones con prudencia. Pero sobre todo volví a encontrar al sacerdote amigo, sin poder dejar de mirarlo como a un maestro, pero envuelto en esa amabilidad sencilla y sincera que prodigaba espontáneamente, y que me hacía sentirme querido, valorado y respetado, por muy evidente que fuese la diferencia entre el maestro con tanta vida acumulada en forma de sabiduría, y el díscolo e ignorante discípulo.