Resplandor de un conventito
Una estrella que diese de sí gran resplandor. Un carisma al servicio de la Iglesia: así calificó el cardenal Antonio María Rouco, arzobispo de Madrid, el convento de San José, de Ávila, con motivo del 450 aniversario de su fundación. Dijo:
«Una estrella que diese de sí gran esplendor» iba a ser el nuevo monasterio de San José, que santa Teresa de Jesús estaba decidida a fundar cuando, un septiembre de 1560, velada en su celda, se resuelve a hacer una reformación, después de haber tenido, en agosto de ese mismo año, una espantosa visión del infierno. Ella misma lo cuenta: «Después de mucho tiempo que el Señor me había hecho ya muchas de las mercedes que he dicho y otras muy grandes, estando un día en oración, me hallé en un punto toda, sin saber cómo, que me parecía estar metida en el infierno. Entendí que quería el Señor que viese el lugar que los demonios allá me tenían aparejado, y yo merecido por mis pecados. Ello fue en brevísimo espacio; mas, aunque yo viviese muchos años, me parece imposible olvidárseme» (Vida 32, 1). Pero esto sucedía después de que, el 25 de enero de ese mismo año, hubiese gozado de la visión de Cristo resucitado y después de haber sufrido, en los meses siguientes, una especie de acoso psicológico para que desistiese de tal propósito. Un confesor llega a negarle la absolución en la Navidad de ese año, si no renuncia a la reforma.
El día 24 de agosto de 1562, apenas cuatro meses antes de la apertura de la tercera etapa de las sesiones del Concilio de Trento (18 de diciembre de 1562), la decisiva y final del que sería el Concilio por excelencia de la reforma de la Iglesia en su edad moderna, se abrirían las puertas del nuevo monasterio, tomando el hábito cuatro novicias. Era «la madrugada del lunes 24 de agosto de 1562, día de San Bartolomé; entre las muchas campanas que al alborear despertaban a la ciudad, sonó un repique nuevo, de sonido cascado, una campanilla de tres libras con un agujero harto grande».
Ese conventito estaba destinado a ser la estrella que diese de sí gran resplandor. Así se lo había asegurado a la fundadora Su Majestad, un día después de haber comulgado. El texto del Libro de la Vida no puede ser más revelador de ese extraordinario significado carismático de la vivencia interior de santa Teresa al emprender la fundación. Su relato, el que ella misma hace, no deja lugar a dudas:
«Habiendo un día comulgado, mandóme mucho Su Majestad lo procurase con todas mis fuerzas, haciéndome grandes promesas de que no se dejaría de hacer el monasterio, y que se serviría mucho en él, y que se llamase San Josef, y que una puerta nos guardaría él y nuestra Señora la otra, y que Cristo andaría con nosotras; y que sería una estrella que diese de sí gran resplandor, y que, aunque las religiones estaban relajadas, que no pensase se servía poco en ellas; que qué sería del mundo si no fuese por los religiosos; que dijese a mi confesor esto que me mandaba, y que le rogaba Él que no fuese contra ello ni me lo estorbase» (Vida 32, 11).
¿También sigue alumbrando la estrella del convento de San José de Ávila en el hoy de la Iglesia y de la sociedad de nuestro tiempo; especialmente en España?
Cuando se cree, se siente y se vive la realidad invisible y visible de la Iglesia desde su Señor, su Cabeza y Pastor —¡desde el Corazón de Cristo crucificado y resucitado!—, todo se renueva y se refresca espiritual y humanamente en ella y, a través de ella, alcanzando al hombre pecador y a la Humanidad que siente, en medio de las miserias y crisis, producto de sus pecados, la precariedad de los recursos terrenos para hallar y obtener la paz y el bien -en el tiempo y en la eternidad-, es decir, la salvación.
El conventito de San José daba resplandor para que la Iglesia, renovada, abriese a los ojos de los hombres de ese y de todos los tiempos el cómo vivir la vocación de ser hombre, dejándose hacer por Dios, en Jesucristo, y por la gracia del Espíritu, sus hijos.
Por muy paradójico que pueda resultar para un observador aséptico de la Historia, habría que afirmar, desde la experiencia mística del amor a Jesucristo —desde el interior de su divino Corazón y dentro del corazón de la Iglesia—, que, con la fundación del monasterio de San José, de Ávila, Teresa de Jesús proyectaba luz inapagable sobre lo que es el verdadero y auténtico humanismo, conocido y vivido en la plenitud de la fe en Cristo, que se abre más y más a la experiencia incondicional de su amor. Es un resplandor perenne para conocer, valorar y realizar un verdadero humanismo, ¡un humanismo cristiano!