A todos nos han hecho daño. Pero cuando quien te hace daño es alguien de quien esperas estima, a quien has entregado tu tiempo y tu afecto, con quien has compartido un trozo de camino, el daño quema más. Y esa quemadura, esa herida, que a veces se prolonga en el tiempo, nos encierra en las retaguardias, quitándonos la fuerza y el entusiasmo de encarar la vida.
Hace más de 3.000 años, según cuenta Homero en la Ilíada, eso pasaba ya. Aquiles, el héroe más famoso de la guerra de Troya, el mejor guerrero del ejército que desde Grecia había arribado a las costas de Asia Menor, después de nueve años de honrado y valeroso combate por un interés que no era el suyo, es despreciado públicamente por Agamenón, quien había organizado aquella expedición y por quien Aquiles luchaba. Profundamente herido, sometido a escarnio frente a todos y sin ver reconocido el valor que, de hecho, tenía, Aquiles se encierra en sí mismo, retirándose de la batalla —lo que era su razón de vida— y alejándose de las relaciones con el resto del ejército, con quienes en esos nueve años lo había compartido todo.
Comprendemos bien a Aquiles: ¿A quién no le ha pasado esto? Así, también comprendemos bien cuán poco responde su posición a la felicidad que uno espera al levantarse por la mañana: encerrado, retirado y solo, uno no es feliz. Y, sin embargo, retirado y solo uno no es capaz de salir de su encierro.
¿Quién nos liberará de esta situación, que, con san Pablo, con razón podemos llamar de muerte? Homero lo intuyó: alguien desde fuera. Alguien que con un gesto de pura gratuidad nos salve, nos saque de nuestro encierro y nos haga volver a la vida. En la Ilíada ese alguien es Patroclo, el fiel amigo de Aquiles, que, justamente por ser amigo fiel, ni le ahorra a Aquiles la realidad ni se la ahorra a sí mismo. Un día Patroclo aparece en la tienda en la que Aquiles había erigido su encierro, y lo hace llorando: sin Aquiles que lucha, todo el ejército padece derrota y muerte. En sus lágrimas, Patroclo está lleno de compasión sincera. Sin embargo, Aquiles solo se ríe de su amigo: lo que habían hecho con él, la injusticia que habían cometido, lo que le había dado tanto dolor, eso mismo ahora es él quien lo ejecuta de vuelta, y lo hace justamente con su amigo (¿y quiénes alguna vez no hemos hecho lo mismo?). Podría ser el segundo anillo de una cadena destinada a perpetuarse de herido en herido… Pero Patroclo rompe dicho anillo: decide sufrir en nombre de una verdad más grande, de un bien más grande que obtendrá su amor y no su rencor. Así, no reacciona a la irrisión de Aquiles, no se vuelve contra Aquiles, sino que, generosamente, se entrega en lugar de Aquiles: Patroclo, ignorando la mofa, se ofrece para ir a luchar en lugar de su amigo. Él, que no tiene la fuerza de Aquiles, le pide sus armas y su armadura, para que los enemigos, creyéndole el gran guerrero, se asusten y retrocedan.
Aquiles cede y Patroclo muere, como era de esperar. Pero muere no sin haber dado a su ejército lo que quería, un poco de aliento y descanso de tanta muerte. Y, sobre todo, muere no sin haber obtenido lo que parecía imposible: frente a la generosidad de Patroclo, aquella generosidad pura, desinteresada para con su propio destino, falta de rencor por la injusticia percibida, Aquiles se abre. Aquiles, presa de un sufrimiento nuevo, no de aversión por el mal gratuitamente padecido, sino de piedad por el bien gratuitamente recibido, sale de su encierro, abandona su odio y vuelve a los demás, ofreciéndose a su vez para volver a la batalla.
Homero contó una historia: una historia verdadera en su intuición, en su deseo, pero no una historia real. Mas lo que Homero contó, intuyó y ciertamente deseó, en la historia se ha dado realmente. El gran escritor francés Charles Péguy acertaba al decir que «los griegos no tuvieron los dioses que se merecían». Nosotros, sin merecerlo, tenemos al Dios que tenemos. En Él la fuerza del amor gratuito que se entrega hasta el final, hasta dar la vida por compasión de quien la ha perdido, es real. Se ha dado y se da en nuestra realidad esa fuerza, ese amor que nos sustituye en la muerte para sustituir nuestra muerte —y nuestras muertes, nuestros rencores, nuestros encierros, nuestras astenias en las relaciones…— por su vida. Esta es la Pascua que celebramos los cristianos: ¡la fiesta de la vida ya en la vida, no solo después de la muerte! Que el gozo de esta vida sea nuestro anuncio a todos; a todos los que, ayer y hoy, desean esa vida sin saber que lo que desean realmente existe.