¡Qué putada! - Alfa y Omega

Durante el cáncer que sufrió mi hijo mayor, me violentaba que las personas que venían a visitarnos me avasallaran con optimismo de azucarillo o frases del Catecismo. Entonces no sabía el motivo, pero casi todas las fórmulas que pronunciaban aquellos visitantes –y no pongo en duda buena su intención–, terminaban por irritarme o aumentar mi malestar. Diez años después, creo que empiezo a comprenderlo. Mejor dicho, lo que comprendo es que yo hacía lo mismo que ellos cuando estaba al otro lado del dolor, esto es, en el rol de visitante. Antes de practicar la oración contemplativa, pensaba que había que confortar a quien estaba atribulado. Decirle cosas del tipo: «Esto pasará», «lo que te está ocurriendo es por algo y tendrá significado» o «voy a rezar por ti, ya verás». Pensaba, en fin, que ante el dolor ajeno había que reaccionar con el consejo o el alivio de la tristeza, interviniendo en la situación. No quedarme de espectador, sino ser constructivo.

La meditación perseverante modifica al cabo de un tiempo nuestros hábitos relacionales. Uno de sus frutos es la consciencia de que la mayor parte de lo que decimos es totalmente prescindible, igual que pasa con la mayor parte de lo que pensamos. De modo que, tras unos cuantos años perseverando encima de mi banquito de madera, empiezo a ser menos hablador, o, por lo menos, soy más consciente de lo parlanchín que soy la mayor parte del tiempo. La conclusión es evidente: debemos simplificar y desechar muchos de nuestros hábitos verbales. Se dice en los estatutos de la Cartuja que, con frecuencia, incluso la conversación que empieza siendo útil, «degenera de pronto en inútil, para terminar siendo irreprensible». Y es verdad: todos tenemos experiencia de que hablamos demasiado, mucho más de lo conveniente, y que, en multitud de ocasiones, nuestras palabras entierran lo que ocurre en el corazón.

Mario Míguez lo expresó muy bien en uno de mis poemas de cabecera: «Ensucio todo hablando demasiado. / […] Qué duro me es callarme por lograr / una palabra humilde y necesaria / tras de la cual yo quede imperceptible. / Debo callar, permanecer callado. / Aunque lo sé de siempre, no lo cumplo: / mi voz tengo que hacerla de silencio».

Esta ha sido siempre y sigue siendo nuestra condición, tan paradójica: queremos callarnos, pero hablamos por los codos. Nos gustaría ser silencio y acabamos siendo parloteo. Sucede igual con el amor: uno quisiera amar de manera absoluta (¿de qué otro modo puede amarse?), y acaba enmarañándolo todo y estrellándose con su egoísmo. Hay, entre nuestro anhelo y la realidad, una escisión dramática, como un tropiezo constante con nosotros mismos. Somos para nosotros nuestra principal dificultad.

El otro día, charlando con una amiga que está viviendo un auténtico calvario, sentía su dolor sacudiendo mi corazón como una ciclogénesis. Antes, en una situación idéntica, habría intentado hacer lo que hacían los que visitaban mi habitación en la planta de oncología: decir algo edificante y pensar así que había hecho algo por esa persona. Volver a casa satisfecho, como diciendo: «Ya he cumplido con mi deber, soy empático, he manifestado mi compasión». Sin embargo, ayer me di cuenta de que lo único que yo podía hacer por esta amiga era callarme. No decir nada. Es decir, he tenido que llegar a los 38 años para comprender que el silencio, algo tan rudimentario como el silencio, es la mejor ayuda que puedo brindar a quien está pasándolo mal. Quien está llorando no quiere una solución a su tragedia, sino saberse acompañado.

De manera que lo único acerté a decir tras la escucha de su tragedia fue:

—¡Qué putada!

Sé que puede parecer irrelevante, que quizá alguien se lo tome a broma o hasta le resulte escandaloso, pero aquello que exclamé –«¡qué putada!»– fue la mejor respuesta al dolor ajeno que he dado nunca en mi vida, y sé que ha sido fruto de la oración contemplativa. Aunque esté lejos de la poesía, no me cabe duda alguna: «Qué putada» es lo mejor que podía haberle dicho en un momento así, cuando el dolor irrumpe en nuestra vida manchándolo todo con el barro de sus botas. La expresión más acertada para decir «estaré contigo durante tus lágrimas; te comprendo».