Este enero se ha liberado de derechos la obra de Miguel Hernández, pero no lo lean por eso. Será más fácil tener un poema suyo entre las manos, pero su lectura es otro tema. Si usted es un intelectual, le exigirá todo; si usted es un sentimental, le exigirá todo.
No soy nadie, mi nombre no llega ni al barro aunque Jaime me llame, pero aquí estoy para gritarles este regalo que la legislación nos brinda: aprovechen, léanlo. El académico no cesará de disfrutar de su retórica perfecta. Sonora y exacta. Y el inculto, léalo también, no dejará de disfrutar de su retórica perfecta. Sonora y exacta.
Miguel, con quien tanto querría y de ahí el tuteo, versifica bello y sin incordios. Hasta sus versos revolucionarios son tan resueltos, tan estéticos, que poco importa la política. No es que sean dos cosas distintas en su verso, forma y fondo, sino que la belleza de su forma es algo verdadero, indisociable de una verdad más honda. Esa belleza no es impostura, él dijo tener la lengua bañada en corazón, llegando a ser lo mismo. Ninguna palabra, por bella que sea, ha sido empleada con tacticismo. Con la obra de Miguel no sirven distinciones de lectores esnobs o cursis, intelectuales o viscerales. Todos deberíamos decirles a nuestras mujeres lo que Miguel le dijo a la suya: «No tienes más que hacer que ser hermosa / ni yo más festejo que mirarte». O a una amante despiadada: «Sal de mi corazón del que me has hecho / un girasol sumiso y amarillo / al dictamen solar que tu ojo envía».
Su biografía es tragedia que señala a su obra, porque esa pena que ensombrece está en sus versos, aunque todos la hemos leído en libros de historia. En esa vida agria que inició con sus cabras, pasó por el catolicismo militante desde el colegio con su compañero del alma, compañero, hasta el marxismo y la cárcel. Lea usted sus poemas de juventud devota o los cuentos de la cárcel antes de su muerte. Lea El rayo que no cesa, poemario publicado con insultante juventud. Dura estalactita, carnívoro cuchillo, rayo lluvioso, formas de no decir deseo y de mucho mejor. Nos hacían falta. Y antes de leer su poema más grande, «Elegía a Ramón Sijé», sepa que no perdonamos a Serrat que cambiara la dedicatoria, una preposición cambió y el sentido de la amistad cambió. Ni a un editor de libros de texto, que osó decir que era una hipérbole que no hubiera extensión más grande que esa herida.