¡Qué mal hice!: quien así habla no es otro que el monarca Enrique VIII, arrepentido de sus decisiones, de la ruptura con Roma y su matrimonio con Ana Bolena. La frase no viene, evidentemente, de la Historia, sino de uno de los dramas de juventud más inspirados de Calderón de la Barca, Enrique VIII y la cisma de Inglaterra, que hasta el 26 de abril puede oírse (como diría Shakespeare de toda acción escénica) en el Teatro Pavón de Madrid. Advierto que es una versión espléndida, y hay que celebrarlo por tres causas visibles: el talento del autor, la acertadísima dirección de Ignacio García y ese monarca, embestido por mil pasiones en un solo pecho, que es interpretado por Sergio Peris-Mencheta. Da miedo verle en escena debatiéndose por tomar sus decisiones mientras se lleva los puños a los labios. A la Compañía Nacional de Teatro Clásico se le puede lanzar el piropo más merecido, que debería ir por delante de cualquier otro, y es que trabajan la dicción con esmero. La comunicación con el espectador es cristalina, hay un tempo preciso. A muchos jóvenes que aparecen en las series de televisión se les tacha de atolondrados en sus papeles, haciendo ininteligibles sus actuaciones, y es porque aún les falta vérselas sobre las tablas. ¿Se acuerdan de Bódalo y Rodero? Tras la máscara de sus personajes latía siempre un corazón creíble. Eran por encima de todo actores de escenario y, si les ponías una cámara delante, resultaban igual de verosímiles.
Todavía quedan críticos que aseguran que en el Siglo de Oro no se dio tragedia, que los argumentos estaban supeditados al mensaje religioso. Muy sensatamente, el estudioso de nuestro teatro clásico Alberto Navarro González expone: «Suele establecerse, entre otras cosas, una distinción entre tragedia antigua y tragedia cristiana: la primera será la tragedia del destino; la segunda, la tragedia de la libertad». La tragedia cristiana tiene su campo de batalla en el corazón del hombre, ahí aparecen los verdaderos dragones, las estrategias más cruentas y todas las armas posibles del espíritu. Por eso, vemos a un Enrique devorado por sus pasiones y, debido a un gesto de irresponsabilidad, por la amenaza de hacer trastabillar la lealtad de Inglaterra al Papa. El monarca es muy consciente de «que las pasiones del alma/ ni las gobierna el poder/ ni la Majestad las manda».
En la tragedia clásica, las fuerzas del cosmos movían los hilos del individuo, que se convertía en títere, y andaba más en las manos de un destino predestinado que en la arena de la propia determinación.