O conocemos las Escrituras o rechazamos a Cristo - Alfa y Omega

O conocemos las Escrituras o rechazamos a Cristo

Viernes de la 26ª semana del tiempo ordinario / Lucas 10, 13-16

Carlos Pérez Laporta
Jesús y sus discípulos. Rembrandt. Museo Teylers (Haarlem, Holanda).

Evangelio: Lucas 10, 13-16

En aquel tiempo, dijo Jesús:

«¡Ay de ti, Corozaín; ay de ti, Betsaida! Pues si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que en vosotras, hace tiempo que se habrían convertido, vestidos de sayal y sentados en la ceniza.

Por eso el juicio les será más llevadero a Tiro y a Sidón que a vosotras.

Y tú, Cafarnaún, ¿piensas escalar el cielo? Bajarás al infierno.

Quien a vosotros escucha, a mí me escucha; quien a vosotros rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado».

Comentario

Desconocer las Escrituras es desconocer a Jesucristo, decía san Jerónimo. En el fondo no anda muy lejos de la frase de Jesús en el Evangelio, pues las escrituras no son otra cosa que la voz de Cristo en sus mensajeros: «Quien a vosotros escucha, a mí me escucha; quien a vosotros rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado». No hay termino medio: o conocemos las Escrituras, es decir, en ellas llegamos a la voz de Cristo, o rechazamos a Cristo y, con Él, a Dios.

Por eso nosotros somos también Corazaín y Betsaida. Permanentemente oímos las palabras de los mensajeros, pero no escuchamos la voz del Señor. Si la escucháramos, si dejásemos que su clamor nos quemara por dentro, hace tiempo que nos habríamos convertido. Pero su voz no nos alcanza. Para ello haría falta que devorásemos estas palabras, que las degustáramos una a una, buscando con fe al amor de nuestra alma, a la espera de poder encontrarlo detrás de cada una de ellas.

Pero quizá hoy, si no endurecemos el corazón, podamos escuchar sus ayes, su queja dolorida: «¡Ay de ti, Corozaín; ay de ti, Betsaida!». Cada «ay» sustituye a una palabra. Es el ruido que hace la garganta cuando el dolor estrangula las palabras. Es el dolor que Cristo tiene solo de pensar en la posibilidad de nuestra perdición.