Benedicto XVI, en sus más de cien intervenciones relacionadas con el mundo educativo, ha aludido con frecuencia a los fracasos en que muchas veces terminan los esfuerzos del educador por formar personas sólidas y por dar un sentido a sus vidas. Es el doble reto de todo educador.
Maestro, ¿dónde vives?, le preguntan Juan y Andrés a Jesús. Al verdadero maestro se le pregunta por la vida, no por una técnica o por una doctrina; se le pregunta por una morada que haga la vida auténticamente humana. Descubrimos en este pasaje la pedagogía más extraordinaria, pues educar es suscitar preguntas, enseñar a buscar y a encontrar respuestas de sentido; en definitiva, a encontrarse con el Maestro, como decía Benedicto XVI: «Sería muy pobre la educación que se limitara a dar informaciones dejando a un lado la gran pregunta acerca de la verdad, sobre todo acerca de la Verdad que puede guiar la vida».
Lo hemos comprobado, una y otra vez, en estos últimos años: no educamos al hombre completo si sólo valoramos los programas por su buen nivel académico, o por las destrezas, competencias o habilidades que logrará con ellos el estudiante; de este modo, nunca formaremos el espíritu. Es importante la calidad de los programas, pero mucho más aún que sepamos transmitir a nuestros alumnos la belleza de la fe y les enseñemos a llevarla a sus vidas. ¡No está todo perdido! Ni mucho menos. Bastaría, tal vez, con que los educadores vivamos y ofrezcamos a nuestros educandos unas respuestas creyentes, las respuestas de la fe, de la esperanza y de la caridad:
* Pasión por la educación: es decir, creer en ella. Sabemos que sólo es posible educar si creemos, no sólo en la educación como una teoría abstracta, sino también, y sobre todo, en los alumnos que tenemos delante. Sólo así seremos capaces de pedirles lo mejor de sí mismos y de gastar nuestras vidas a su lado.
* Saber esperar, en tiempos de derrumbe: un educador cristiano no cuenta meramente con las fuerzas humanas; sabe que en la tarea educativa interviene también el mismo Dios.
* Amar al educando: no hay educación si no hay entrega incondicional al educando. Pero ¡cuidado! Amarle no significa evitarle disgustos. Benedicto XVI nos alertó de este peligro: «Al tratar de proteger a los más jóvenes de cualquier dificultad y experiencia de dolor, corremos el riesgo de formar, a pesar de nuestras buenas intenciones, personas frágiles y poco generosas, pues la capacidad de amar corresponde a la capacidad de sufrir, y de sufrir juntos».
Educar es acompañar, llevar de la mano a aquel que aún está creciendo, para guiarlo hasta la mano de Dios, una mano que sabe esperar, porque hay muchos que todavía ¡no saben agarrarse! Para enseñarles, estamos los que, fascinados por la preciosa tarea que tenemos cada día en el aula, somos conscientes de que el Señor nos acompaña en la barquilla y que ¡nunca se duerme!
Mª Consolación Isart Hernández