«Don Adolfo nos deja, como político, un gran testimonio para la vida pública. Con discreción y, al mismo tiempo, con firmeza, fue un hombre de profundas convicciones cristianas que, también en su vida privada, fueron decisivas para afrontar con entereza y esperanza numerosas dificultades personales»: así se lee en la carta de condolencia que monseñor Ricardo Blázquez, Presidente de la Conferencia Episcopal Española, ha hecho llegar a la familia de Adolfo Suárez. En resumidas cuentas, es lo que más interesa, a la hora de pasar a la vida definitiva, a esa mano en el hombro que Dios le pone, en la viñeta de Ricardo que ilustra este comentario. Idígoras y Pachi han pintado otra, también en El Mundo, en la que se ve a san Pedro desde una nube celestial diciendo: Tú, tranquilo, Adolfo, que esta transición es más fácil que la otra…
Hace más de cuarenta años hubo un brote epidémico y contagioso, extraño y raro en un país cainita como el nuestro; un brote de sensatez y de sentido común que reclamaba —y consiguió— comprensión, reconciliación, acuerdos, en vez de odio, resentimiento y venganza. Las nuevas generaciones y los nacidos por entonces no lo vivieron, y por eso lo aprecian —quienes lo hacen— sólo de oídas. En la alocución que Su Majestad el Rey ha dirigido al pueblo español, con ocasión de la muerte de Suárez, ha dicho: «Adolfo Suárez fue un hombre de Estado, un hombre que puso por delante de los intereses personales y de partido el interés del conjunto de la nación española». Eso es lo que el pueblo español, al menos mayoritariamente, ha entendido, y a eso es a lo que ha rendido homenaje, ante el féretro del expresidente, en colas kilométricas. Digo mayoritariamente, porque pocas horas antes de que al presidente Suárez se le rindieran los llamados Honores de Ordenanza, unos cientos de cafres volvían a las andadas del vandalismo semi-impune, nada menos que en la Universidad Complutense, al grito miserable de A por ellos, todos a Paracuellos; y, en la plaza de Colón, al viento la bandera de la funesta II República, al grito, modernísimo, acomplejado y cutre de No pasarán. Sí, ya sé que hay otros jóvenes, gracias a Dios, pero me sigo preguntando por qué se tolera lo que hacen esos cafres. El Presidente Suárez también se lo preguntaría, seguramente.
Puesto a preguntarse, estoy seguro de que se preguntaría, como yo, muchas más cosas; por ejemplo, por qué la democracia por la que él luchó se ha convertido en partitocracia; por qué más de medio centenar de policías han resultado heridos en la plaza de Colón por unos violentos de los que sólo uno queda en la cárcel; por qué lo del 11M, por qué lo de los ERE y lo del Faisán y lo de Bildu; por qué no se cambia la Ley electoral; por qué no se embrida y se le pone coto al despilfarro de las Autonomías; por qué no se cumplen las sentencias de los Tribunales de Justicia; por qué un obseso de la separación y del independentismo suicida aprovecha hasta el homenaje a él en el Congreso de los Diputados para la ruindad de arrimar el ascua a su escuálida sardina separatista; por qué un juez reo de prevaricación es admitido al Congreso de los Diputados y se permite la insolencia de preguntar: ¿Quiénes se creen ustedes que son?, sin que nadie le replique: ¿Y usted quién se cree que es?, y le ponga de patitas en la calle…
Estoy seguro de que el presidente Suárez también se preguntaría por qué tiene que morir una niña, en el Condado de Treviño, porque como hay 17 Españitas, las burocracias tienen asignados los hospitales a los que una niña, en peligro de muerte, tiene que ir o no. Por preguntarse, estoy seguro de que el Presidente Suárez se preguntaría muchas más cosas.
Ignacio Camacho ha escrito, estos días, en ABC, esta frase tan certera como triste: «A Suárez le van a levantar monumentos póstumos con las piedras que sobraron de su lapidación inmisericorde». ¿Se acuerdan ustedes cuando dijo aquello de Me quieren, pero no me votan? Camacho ha escrito también sobre la desnudez de este tiempo sin héroes, en el que «tal vez nosotros tampoco seamos los de entonces». Tal vez no, Ignacio: sin la menor duda, esta España que mitifica post mortem no es como la de la Transición cuyo espíritu asombró al mundo. Es una España que se pregunta hipócritamente quién protege a los niños víctimas de la asquerosa pederastia, al mismo tiempo que no se pregunta quién protege a los niños víctimas del aborto; si acaso, unos cuantos en la Jornada de la Vida, sin pensar que la Jornada de la Vida es todos los días. Verdaderamente Spain is diferent, y ya las diferentes 17 Españitas, ni te cuento…