El legendario individualismo español, el ir cada uno a lo suyo y por su lado —como con sutil ironía denuncia Máximo en la viñeta que ilustra este comentario— siempre ha acarreado consecuencias funestas para España, pero en momentos como en los actuales, de profunda crisis, moral y cultural antes que económica, tiene una especial gravedad y denota una irresponsabilidad más que temeraria. Escribo este comentario mientras en Cataluña celebran la Diada, pasándose varios pueblos y pisoteando todas las líneas rojas de alerta. No parece suficiente que el señor Presidente del Gobierno de la nación española haga un llamamiento al sentido común reclamando prioridades. La principal prioridad, antes que cualquier solución de problema económico alguno, es, tiene que ser, la de la unidad de todos los españoles; o, si no, estaremos tocando el violón y cogiendo el rábano por las hojas. Hay más hojas que la economía. No parece que el desdén sea la mejor respuesta, ni siquiera la peor, a los problemas de independencia y de separatismo que en determinadas regiones españolas están planteando unos aprovechados de la debilidad del Estado.
El presidente del Foro de la Sociedad Civil, don Ignacio Camuñas, en su Introducción al Informe Anual del Foro, y bajo el título El Estado autonómico en cuestión, escribe: «Queramos o no reconocerlo, el Estado autonómico en su planteamiento inicial pudo ser bien intencionado aunque algo ingenuo y, desde luego, fue plasmado jurídicamente con desigual acierto. La falta de definición de las competencias respectivas del Estado y de las propias Comunidades ha sido un permanente motivo de conflicto y desgaste. Esto se podría haber evitado si hubiéramos contado con un proyecto de Constitución que hubiera tenido claras sus opciones fundamentales en materia de organización territorial del Estado. Se logró, ciertamente, el anhelado consenso, pero a un precio que hoy todavía seguimos pagando. El mencionado consenso que recibe de continuo justos elogios nos ha llevado a construir un modelo de Estado que, si ya era conflictivo en épocas de bonanza económica, en plena crisis del Estado del bienestar se ha manifestado inmantenible… Comunidades que, en realidad, podrían haber tenido sentido, han rebasado a causa de sus respectivas clases políticas -en esta caso las que corresponden a los partidos nacionalistas- los límites de lo tolerable, por su manifiesta deslealtad con los propios principios y supuestos recogidos en nuestra Constitución». Los comentaristas políticos más lúcidos se preguntan, cada día más, para qué han servido las Autonomías, y algunos, como Edurne Uriarte, escriben que «algunas no sólo eluden sus responsabilidades, sino que boicotean la toma de decisiones en momentos críticos como el actual. Actúan contra el interés común, en una estrategia que es suicida para el conjunto de la sociedad». La Generalidad de Cataluña se gasta 2.000 millones de euros al año en su red de empresas y entes paralelos, más de 40 millones para promocionar el catalán, casi 27 millones en embajadas y política exterior, canales de televisión autonómicos que cuestan 260 millones de euros, un Defensor del Pueblo muy viajero, un Tribunal Constitucional catalán, y un entramado de sociedades, consorcios y fundaciones en el que, como ha denunciado ABC, abundan las duplicidades y que paga la nómina a 53.000 empleados. Ante este panorama, nada tiene de sorprendente que haya muchos españoles contribuyentes, como yo, que cuando leen en los periódicos que «todos los españoles debemos 900.000 millones de euros», se lleven las manos a la cabeza y repliquen airados: «Yo no debo nada a nadie, me deben a mí, a ver si se enteran de una vez…, y dejan de pagar 70, 80, 100.000 euros para encargar a pintores carísimos cuadros oficiales que colgar en las paredes de los Ministerios, y otras memeces por el estilo. O dejan de pagar pluses, como El Mundo ha denunciado, por bocata, por Diu, y hasta por ir a trabajar, que es el colmo». Florentino Portero ha puesto el dedo en la llaga al señalar: «Ya hemos demostrado a Europa que somos capaces de perder la cabeza y entregar el Estado a personas que no estuvieron a la altura de las circunstancias. Ahora ha llegado el momento de dejar claro que somos conscientes de los graves errores que hemos cometido».