Mirada de cariño
XXVIII Domingo del tiempo ordinario
Las madres suelen ser las mejores educadoras. No es fácil para un niño salir bien adelante si le falta la mirada de la madre. Sin duda, también esa ausencia se podrá compensar de algún modo con otras presencias y con no poco esfuerzo. Pero no será lo mismo. ¿Por qué?
De pequeños somos especialmente imanes de cariño. La búsqueda de reconocimiento y de confianza se halla en la raíz del alma de todo ser humano. La madre es la primera e indiscutida fuente de la que mana el agua que viene a saciar esa sed congénita que atormenta y deleita al mismo tiempo. De ahí, su inmenso poder como educadora radical.
La madre, como nadie, puede sacar lo mejor de sus hijos, porque en su mano está satisfacer la vital demanda de confianza con la que vienen al mundo. Dándoles confianza, puede a la vez ofrecerles orientación. De ella recibirán casi sin querer las pautas del bien y del mal, la capacidad de distinguir entre lo que les conviene y lo que les perjudica.
Pero también las madres son personas sedientas de confianza, que han sido niñas, que tienen sus faltas y que se hacen mayores. También ellas tienen que beber el agua de la comprensión y del perdón en otra fuente. Ni siquiera ellas son capaces de satisfacer plenamente la demanda de confianza que se esconde en el corazón humano.
La madre es un magnífico icono de Dios: ella es para el niño el rostro del reconocimiento incondicional que necesita. Pero ella no es Dios. Solo Dios puede ser la fuente pura de confianza sin límites que el alma anda buscando. El Padre de la misericordia es, a la postre, el gran educador del hombre.
El Evangelio nos cuenta que Jesús se quedó mirando con cariño a aquel hombre rico que le preguntaba por el camino de la Vida. San Mateo precisa que era un joven. Lucas dice que era un dignatario. En todo caso, una persona muy rica y también muy honrada. No había matado ni cometido adulterio, ni robado, ni difamado, ni estafado, ni tratado mal a sus padres. Pero sabía que le faltaba todavía algo, no estaba satisfecho con su vida. Por eso pregunta.
Jesús le responde primero con una mirada de cariño. Él, que es el rostro visible de la misericordia del Padre, se conmovía ante los necesitados de fe y de perdón. También se conmueve ante este joven cumplidor y bueno. Precisamente porque le veía incapaz de comprender lo que encerraban su mirada y su palabra divinas. Aquel joven estaba más pendiente de lo que él tenía todavía que hacer, que de lo que debía dejar para abrir del todo su alma a la confianza y al amor de Dios.
Los ricos suelen fijarse más en el valor de los actos propios que en la riqueza de los dones ajenos. Por eso, cuando somos ricos, poniendo nuestra confianza en los bienes materiales o espirituales de este mundo, nos cerramos el camino hacia Dios. De Él lo hemos recibido todo como don. Él mismo quiere dársenos como el agua que sacia la sed del alma y que nos hace libres para amar. Todo eso está en la mirada de cariño de Jesús, nuestro gran pedagogo.
En aquel tiempo, cuando salía Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló y le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?».
Jesús le contestó: «¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios. Ya sabes los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre».
Él replicó: «Maestro, todo eso lo he cumplido desde pequeño».
Jesús se le quedó mirando con cariño y le dijo: «Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres –así tendrás un tesoro en el cielo–, y luego sígueme». A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó pesaroso, porque era muy rico. Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: «¡Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el reino de Dios!».
Los discípulos se extrañaron de estas palabras. Jesús añadió: «Hijos, ¡qué difícil les es entrar en el reino de Dios a los que ponen su confianza en el dinero! Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el reino de Dios». Ellos se espantaron y comentaban: «Entonces, ¿quién puede salvarse?». Jesús se les quedó mirando y les dijo: «Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo».