Magisterio navideño para un mundo en guerra - Alfa y Omega

Magisterio navideño para un mundo en guerra

Pío XII aprovechó las celebraciones de Navidad entre 1940 y 1944 para denunciar atrocidades, pero también para impulsar innovaciones doctrinales: la legitimación de la democracia es la principal de ellas

José María Ballester Esquivias
Pío XII emite un mensaje a través de Radio Vaticana
Pío XII emite un mensaje a través de Radio Vaticana. Foto: AFP / Ansa / Stringer.

Pío XII entendió desde el principio que la comunicación iba a ser uno de los aspectos clave de una Segunda Guerra Mundial que estalló el 1 de septiembre de 1939, apenas seis meses después del inicio de su pontificado. A diferencia de Benedicto XV entre 1914 y 1918 –su propuesta de paz solo alcanzó a una parte ínfima de la opinión pública–, disponía de una poderosa herramienta creada en 1933, Radio Vaticana, de la que estaba dispuesto a hacer un apropiado uso. Eso implicaba elegir adecuadamente las fechas para dirigirse al mundo. El Santo Padre también sabía el impacto que tuvo en determinados puntos del frente europeo la tregua de Navidad en el primer año de la Primera Guerra Mundial, espontáneamente impulsada por los combatientes de ambos bandos. Esa es la lógica de colocar un mensaje que subyace detrás de sus mensajes radiofónicos navideños.

Mas el Papa no quería que estos discursos se limitasen a un mero recordatorio de buenas intenciones: estaba dispuesto a aprovechar la oportunidad para forjar magisterio. Es lo que empezó a ocurrir con el radiomensaje de Navidad de 1941. Como recuerda Andrea Tornielli –actual director editorial del Dicasterio de la Comunicación– en la biografía que le dedicó, el Papa, consciente del fuerte contenido de su discurso, se lo enseñó la víspera a sus principales colaboradores en la Curia romana. No era para menos. En primer lugar el Papa formula unos juicios, tan severos como acertados, sobre los errores que hicieron inevitable el conflicto bélico.

Por ejemplo, tras denunciar el «abismo moral» que achaca al «alejamiento de Dios y de las prácticas cristianas», constata que las recíprocas relaciones de la vida social tomaran «tomaran un carácter exclusivamente físico y mecánico, el desprecio de todo razonable freno y límite, el imperio de la violencia externa, la desnuda posesión del poder, se han sobrepuesto a las normas del orden, regulador de la convivencia humana; normas que, emanadas de Dios, establecen las relaciones naturales y sobrenaturales que median entre el derecho y el amor hacia los individuos y hacia la sociedad». Prosigue: «La majestad y la dignidad de la persona humana y de las sociedades particulares ha quedado herida, envilecida y suprimida por la idea de la fuerza que crea el derecho; la propiedad privada llegó a ser para los unos un poder dirigido a disfrutar el trabajo de los demás, y en los otros engendró celos, descontento y odio; y la organización que de esta situación se siguió acabó por convertirse en fuerte arma de lucha para hacer prevalecer los intereses de una parte».

El Papa escribe el mensaje de Navidad para ser difundido a través de la radio durante la Segunda Guerra Mundial. Foto: CNS.

Pero el Papa era demasiado inteligente –y un muy experimentado diplomático– como para limitar su comunicación a una regañina. De ahí la propuesta para un nuevo orden internacional basado en la ley moral, propuesta estructurada en cinco puntos, comenzando cada uno de ellos por la frase «en el campo de un orden fundado sobre los principios morales, no hay lugar…». Semejante insistencia es prueba del interés del Santo Padre por recuperar el concepto de moral –o por lo menos, esperar que consiga cierta influencia– en un mundo hecho añicos.

La protección de la libertad encabeza las preocupaciones del Papa. «No hay lugar para la lesión de la libertad, de la integridad y de la seguridad de otras naciones, cualquiera que sea su extensión territorial o su capacidad defensiva. Si es inevitable que los grandes estados, por sus mayores posibilidades y su poderío, tracen el camino para la constitución de grupos económicos entre ellos y las naciones más pequeñas y más débiles, es, sin embargo, indiscutible –como para todos, en el marco del interés general– el derecho de estas al respeto de su libertad en el campo político, a la eficaz guarda de aquella neutralidad en los conflictos entre los estados que les corresponde según el derecho natural y de gentes, a la tutela de su propio desarrollo económico, pues tan solo así podrán conseguir adecuadamente el bien común, el bienestar material y espiritual del propio pueblo».

Acto seguido, y como emanación directa del principio anterior, no hay lugar para la opresión abierta o encubierta de las peculiaridades culturales y lingüísticas de las minorías nacionales, para la obstaculización o reducción de su propia capacidad económica, para la limitación o abolición de su natural fecundidad: el respeto por parte del Estado de esos presupuestos es la condición para que los interesados practiquen la reciprocidad.

El tercer punto tiene que ver con los peligros que conlleva el que un solo actor acapare todos los recursos económicos, fenómeno que el Papa califica como «estrechos cálculos egoístas». Por último, el radiomensaje apuesta por un mundo en el que se limite la carrera armamentística: para preservar a la humanidad del azote de una tercera guerra mundial, «es necesario que con seriedad y honradez se proceda a una limitación progresiva y adecuada de los armamentos. El desequilibrio entre un exagerado armamento de los estados poderosos y el deficiente armamento de los estados débiles crea un peligro para la conservación de la tranquilidad y de la paz de los pueblos y aconseja descender a un límite amplio y proporcionado en la fabricación y en la posesión de armas ofensivas». Con varias décadas de retraso, los gobernantes de hoy han escuchado a Pío XII, pero a medias. Tampoco escucharon con detenimiento los periodistas ni los historiadores –y muchos siguen sin hacer el esfuerzo– el radiomensaje navideño de 1942. Lo convirtieron en el más controvertido de todos los discursos de Pío XII sin que hubiera razones serias para ello.

Texto del mensaje radiofónico de Pío XII del 24 de diciembre de 1944, custodiado en el Archivo Apostólico Vaticano. Foto: CNS.

De entrada, y con la excepción de los estudiosos, muy pocos han destacado la claridad pontificia a la hora de afirmar que la Iglesia no tiene preferencias sobre los distintos tipos de regímenes políticos, es decir, que no se entromete en la organización interna de los estados; ni han reparado en la preocupación del Papa por la condición obrera del futuro, extensión de otro radiomensaje, el de junio de 1941, centrado en el magisterio social; ni cuando anima a los católicos a actuar como tales en la vida pública, y no ser meros espectadores. En cambio, las palabras dedicadas al exterminio de los judíos en Alemania y en los países ocupados llevan 80 años siendo desmenuzadas de modo sesgado: que si el Papa, habitado por prejuicios antisemitas, se mostró indiferente ante el sufrimiento, o que si, por cínico cálculo político, no condenó las persecuciones con la firmeza, según ellos, debida.

Señala Tornielli: «El pasaje del discurso papal dedicado a los cientos de miles de víctimas inocentes destinadas “por razones de nacionalidad o estirpe” a morir en campo de concentración es una referencia evidente a los judíos: la palabra “estirpe”, ya utilizada por Pío XII en otros discursos, apela directamente al pueblo de Israel». Por lo tanto, recalca el biógrafo, «hay plena conciencia no solo de la amplitud de la persecución, sino también de la crueldad con la que viene perpetrada». Y añade un extracto del editorial publicado por el New York Times al día siguiente del radiomensaje: «Cuando una eminente personalidad, cuya función debería de ser la de un árbitro entre dos bandos, condena como “herejía” la nueva forma de Estado nacionalista; cuando denuncia la expulsión y persecución de hombres que padecen semejantes tratamientos solo porque son de otra raza, entonces este juicio imparcial adquiere condición de fallo de la Corte Suprema». Más claro, el agua. Una nitidez que el Papa volvió a exhibir en el radiomensaje de 1944, del que se desprende una evolución magisterial de primer orden: por primera vez, un Papa acepta la democracia como forma legítima de organización política. «No tanto como un régimen», precisa el historiador suizo Philippe Chenaux, «sino como un sistema de valores conforme al postulado de la ley natural y en perfecta consonancia con el espíritu del Evangelio». Volviendo a Tornielli, escribe que el Papa pone de relieve en aquel radiomensaje cómo la guerra ha sacudido el letargo de los hombres: si los ciudadanos de varios estados hubieran podido corregir las actuaciones de sus gobiernos, el mundo ni hubiera sido arrastrado al conflicto.

De ahí que Pío XII se pregunte a sí mismo: «¿No sería motivo de alegría que la tendencia democrática impregne a los pueblos y obtenga ampliamente los sufragios y el consenso de todos aquellos que aspiran con más eficacia en el destino de los individuos?». Todo dentro de un orden natural, claro está. A través de estas palabras, el Papa Pacelli consiguió superar la grave incomprensión entre la Iglesia y el mundo democrático, desatada a raíz de la publicación de la encíclica Ubi arcano Dei consilio.