Luz y color de la vida cotidiana - Alfa y Omega

Luz y color de la vida cotidiana

Ocho destacados lienzos de Johannes Vermeer (1632-1675) y de otros pintores contemporáneos del siglo de oro de la pintura holandesa se exponen en el palacio del Quirinal de Roma, desde el pasado 27 de septiembre de 2012, al 20 de enero de 2013. La mayoría de estas pinturas son una invitación a penetrar en el interior de los hogares holandeses del siglo XVII y en la psicología de las personas que vivieron en ellos

Antonio R. Rubio Plo
Vista de Delft tras la explosión de 1654, de Egbert van der Poel. Colección Johnny van Haeften, Londres.

La genialidad de la pintura de Vermeer reside en haber sabido trascender los límites del espacio y del tiempo, a los que las habituales temáticas de la época, plagada de obras religiosas y mitológicas, no podían escapar. Desde su ciudad natal, Delft, en la que prácticamente transcurrió su vida, Vermeer nos introduce en el misterio de lo cotidiano, muy propio de aquella República holandesa, en la que vivían pacíficos comerciantes burgueses que, como buenos calvinistas, consideraban la riqueza material como un signo de predestinación divina. Sin embargo, aquellos tiempos no fueron de completa paz, pues, al secular enfrentamiento con España, se unieron las contiendas político-religiosas de la Guerra de los Treinta Años. Los pintores holandeses vivieron el último período de esta conflictiva época, aunque renunciaron a reflejarla en sus lienzos, en los que pretendieron plasmar, ante todo, la tranquilidad doméstica.

Cualquier comerciante acomodado de Delft, o de Ámsterdam, que considerara el arte como una inversión, sólo tenía interés en colgar de las paredes de su casa cuadros que representaran una atmósfera apacible, en la que se captaran los pequeños detalles de los vestidos femeninos, los remates de las sillas, los instrumentos musicales o los objetos de cocina. La luz y el color realzaban los detalles más nimios para plasmar imágenes sin historia conocida, expresiones de la fugacidad de un instante en el que la escena en su conjunto, y no las personas, animales u objetos, era la indiscutible protagonista. Son instantes cotidianos que bien podrían haber sido captados a través del ojo de la cerradura o detrás de una cortina. De hecho, la pintura de interior holandesa se basta a sí misma, pues no abunda en simbologías tradicionales ni en referencias históricas. Frente a la teatralidad y profusión informativa de las obras del barroco católico, aquí asistimos a una apología de la imprecisión, que acaso pueda explicar el atractivo ejercido por Vermeer en Marcel Proust, uno de los padres de la novela del siglo XX.

Espacio, luz y color

Imprecisas son también las informaciones sobre la vida de Vermeer, que sólo conocemos por archivos, como su pertenencia al gremio de pintores de San Lucas, su matrimonio con la católica Catalina Bolnes, o sus dificultades económicas que serían paliadas por su suegra, María Thins. No se prodigó mucho en la pintura, pues apenas se conservan unas cuarenta obras. Debió estar muy absorbido por sus ocupaciones mercantiles y por el cuidado y mantenimiento de sus once hijos. Pese a todo, su pintura alcanza cimas insuperables en la representación del espacio, la luz y el color. Lo vemos en La muchacha del sombrero rojo, adornada con plumas exóticas y en la que el pintor plasma el reflejo de la tonalidad del sombrero sobre el rostro femenino. De signo opuesto es La tañedora de laúd, en la que una joven en actitud expectante no deja de mirar por la ventana mientras prueba una nota en el instrumento, pero aquí las sombras parecen dominar sobre el color y los contornos de las figuras son más tenues.

Influencia en otros artistas

La influencia de Vermeer está presente en otros pintores contemporáneos, como Gabriel Metsu, autor de Mujer leyendo una carta, en la que consigue prodigiosos efectos de luces y sombras y, a la vez, ofrece una reflexión sobre la compleja naturaleza del cortejo amoroso, pues el paisaje marino de aguas tormentosas percibido desde la ventana quiere ser una alegoría de las emociones. En la muestra romana hay, por contraste, un curioso lienzo de Egbert van der Poel, Vista de Delft tras la explosión de 1654, que recoge las consecuencias de la explosión de un polvorín en el que murieron muchos vecinos, entre ellos una hija del pintor.

Hay que mencionar finalmente un cuadro singular de Vermeer, Alegoría de la fe, pintado en 1672 y una de las escasas expresiones de su fe católica, si bien algunos suponen que fue encargado por los jesuitas. La figura femenina representa a la Iglesia católica y tiene sobre una mesa un cáliz, un misal y un crucifijo, representaciones del sacrificio de Cristo que queda también resaltado en el gran cuadro del fondo de la Crucifixión.