Luis de Castresana, un maestro de humanidad
Luis de Castresana (1925-1986) fue uno de los grandes novelistas vascos del siglo XX. Pertenecía a una generación de escritores cultivadores del realismo social, pero él iba más allá de las adscripciones. Desde luego, no era de esos autores que construían una abigarrada galería de personajes con el único hilo conductor de su presencia en una gran ciudad para abordarlos, en la mayoría de las ocasiones, desde una perspectiva tan grotesca como inmisericorde. Esos escritores quizás tenían mucho de «entomólogos» y no tanto de conocedores del alma humana. No es extraño que, pese a todo a su prestigio literario, algunos de ellos se dejaran llevar por el reduccionismo de contemplar la vida como una pasión inútil y sin sentido.
La cercanía de un escritor y la siembra de la palabra
Por el contrario, Luis de Castresana fue siempre un maestro de humanidad, de los que demuestran comprensión y afecto tanto por las personas reales como por los personajes literarios. La actividad literaria era un reflejo de su propia vida. Lo comprobamos en su novela más conocida, El otro árbol de Guernica (1967), donde evoca sus vivencias de niño de la guerra, evacuado por el gobierno vasco a Bélgica. Los niños exiliados recuerdan en tierra belga el árbol de Guernica, no tanto como un símbolo político, sino como una imagen de la memoria a la que aferrarse en espera del retorno a su tierra. Lo cierto es que a nuestro autor siempre le acompañaría la nostalgia de la tierra natal, pues tuvo que irse a Madrid para progresar en su carrera de escritor, hasta el punto de escribir algo con lo que el personaje de Santi, su alter ego, habría estado plenamente de acuerdo: «Yo amaba a Bilbao como un árbol ama a su tierra, como un pájaro ama y necesita sus alas». Castresana tenía espíritu de niño, algo que hace grande a cualquier persona, aunque la sociedad actual no valore demasiado esta sencillez de espíritu. Esto explica que no almacenara rencores sobre la guerra en su corazón. Se identificaba, sin duda, con Santi cuando sintió la necesidad de rezar, después de mucho tiempo sin hacerlo, para pedirle a Dios que «nunca más la política enfrentase en las trincheras a hermanos contra hermanos».
Castresana conservaba la capacidad de asombro de su infancia. Coincidía con Rilke en que esa edad es la patria del hombre. Es cierto que alguna vez se definió como una persona bastante retraída, con pocos amigos y sin mucho interés por hacer vida social, seguramente porque la identificaba con unas relaciones en exceso superficiales. Le caracterizaba además la pasión por el periodismo y la historia; era un hombre culto no encerrado en su erudición sino que se mostraba receptivo hacia la gente. Por lo que cuentan quienes le conocieron, gustaba de las tertulias y de las reuniones de amigos, tanto en Madrid como en su Bilbao natal. No eran encuentros con prisas sino pausados y hasta entrañables, en los que el escritor ponía toda su atención, por no decir su corazón, en aprender de las personas con quienes se relacionaba. Castresana fue un gran escudriñador de la realidad, pero no al modo de esos investigadores sociales que presumen de guardar distancias. Para él, las personas eran seres humanos, no arquetipos, y habitantes de un mundo en el que no somos islas, como dice el famoso poema del clérigo John Donne, sino que estamos profundamente relacionados con los demás. Lo diremos con palabras de nuestro autor: «Ningún hombre es una isla y el escritor, por lo tanto, no puede encerrarse en su propio claustro y mostrarse insolidario con el mundo que le rodea».
Han pasado treinta años de la prematura desaparición del escritor vizcaíno, que sigue luchando contra un olvido que no merece, sobre todo porque no abrazó causas políticas, efímeras con el transcurrir del tiempo, sino que cultivó el más auténtico humanismo: el de la cercanía con las personas. Estoy convencido de que si a Luis de Castresana le hubieran asegurado que su figura quedaría un tanto olvidada con el paso del tiempo, aunque no desapareciera de los manuales de literatura, no se hubiera entristecido demasiado porque él creía en la fuerza de la palabra. Escribió: «La palabra tiene una enorme, una increíble capacidad de siembra. Creo que en los momentos decisivos de la humanidad unas cuantas palabras bien puestas, escritas con autenticidad que un puente o una fábrica; creo que España vale más, creo que el mundo entero vale más desde que Cervantes escribió el Quijote».
Un canto a la vida donde también importan los demás
El aniversario de Castresana despertó en mí recuerdos de hace algún tiempo. Trabajaba yo entonces de asesor en una editorial, y un día me ofrecieron dos libros de Castresana, agotados y descatalogados, para opinar sobre su posible reedición. El primero era una biografía de la guipuzcoana Catalina de Erauso, conocida como la monja alférez, una crónica de un personaje singular que bien podría haber desembocado en un apasionante guión cinematográfico. El libro era ameno y estaba bien documentado, pero me interesó menos que el segundo que tuve que leer. Se trataba de una novela titulada Adiós, un magnífico canto a la vida aunque su protagonista vea a su familia, a sus vecinos y a los transeúntes de las calle bilbaínas, desde la otra orilla a la que ha pasado tras sufrir un infarto. Pese a todo, el protagonista, escritor como el propio Castresana, no se apega a la vida terrena como si no existiera nada más. Antes bien, contempla su trayectoria vital como una sesión de cine, en la que la película ha discurrido por todos los géneros, desde el dramático al cómico, y ha llegado el momento de volver a casa, a la eternidad, en la que hay que rendir cuentas, examinarse del amor, por decirlo con aquella inspirada frase de san Juan de la Cruz.
Castresana era un escritor cristiano y se definió como «una criatura humana que trata de encontrarse a Dios y encontrarse a sí mismo cumpliendo su vida por la palabra escrita». En esta cita, y en particular en muchas páginas de Adiós, late la convicción de que no se puede concebir la propia vida sin tener en cuenta a los demás. La parábola evangélica del rico y del mendigo Lázaro, abandonado a su suerte por la indiferencia del primero, es lo primero que nos viene a la memoria con un personaje como Joaquín, trasladado en una ambulancia y a punto de morir. Joaquín ha sido afortunado en la vida y cree no haber hecho daño a nadie, aunque ahora se siente con las manos vacías pues se da cuenta de que ha desperdiciado innumerables ocasiones de hacer el bien: «¿Cuánto había dejado de hacer, cuánto amor había dejado de sembrar, cuántas llamadas de caridad había dejado sin respetar, cuántas veces había dejado de tender su mano en ayuda del necesitado?». El autor lo recuerda además en el epílogo del libro: «Ahora sé que toda la vida debe de ser una siembra de amor, siembra de amor a Dios y siembra de amor a sus criaturas».
Nuestro escritor era plenamente consciente de que el gran peligro de nuestra sociedad es el de vivir uno solo para sí mismo, olvidando a los demás. No es necesario vivir una existencia marginal para caer en este peligro, pues también caen en él las personas de apariencia recta, centrados en su trabajo, su familia y sus obligaciones cívicas, pero a la vez encerrados en un estrecho horizonte que para ellos supone la totalidad de la vida. Les pasa como a Joaquín que puede haberse quedado con la letra, pero no con el espíritu del cristianismo. Pese a todo, este personaje encontrará en el examen apresurado de su vida alguna obra buena, como haber regalado su merienda a un anciano mendigo o pagar los gastos de hospitalización de un niño tuberculoso. Sin embargo, no las considera suficientes y su único horizonte será acogerse a la misericordia de Dios.
Misericordia es lo que define también la actitud de Castresana hacia los personajes de Adiós: un Julián carente de toda ambición o deseo, una Elena que odia a las personas fáciles al llanto y a la confesión de sus intimidades, un José Mari que piensa que la vida es mucho más que el pasar por una persona importante a costa de mentir, adular o presumir… Luis de Castresana no les juzga, les acoge en sus páginas y en todos ellos sabe descubrir la grandeza del ser humano. Pocos párrafos tan llenos de empuje y de vida he leído sobre esa grandeza como el que sigue, mucho más directo al corazón que cualquier normativa sobre la dignidad humana: «Os diré que vosotros-cada uno de vosotros- sois la aventura, la sal y el dolor, y el amor y la gloria del universo. Porque cada criatura humana lleva dentro de sí la semilla y el templo y la huella digital de Dios. Hay una fabulosa América que está todavía por descubrir y esa América sois vosotros, cada uno de vosotros: esa América es el ser humano».
¿Luis de Castresana olvidado? Se leerán en mayor o menor medida sus libros, pero los maestros de humanidad como él, los que compartieron su día a día con los seres humanos de toda condición, por medio de la palabra escrita o hablada, no están destinados a caer en el olvido. Los hombres buenos siempre permanecen porque, como dice nuestro escritor en Adiós: «Cualquier cosa, la cosa más mínima que haga un ser humano, tiene una repercusión incalculable».
Antonio R. Rubio Plo / Ritmos21