Lolo, enamorado de la Eucaristía: Encrucijada para la sed y el hambre
Manuel Lozano Garrido, Lolo, inminente Beato de la Iglesia católica y ferviente escritor de las maravillas de Dios, fue siempre un enamorado de la Eucaristía. Con sólo 16 años, en plena persecución religiosa en la España de los años 30, Lolo distribuía la Comunión clandestinamente a los enfermos en sus domicilios, hecho por el que fue detenido; durante los 28 años que estuvo postrado en silla de ruedas, ni un solo día dejó de recibir al Señor. Este escrito, en el Corpus Christi de 1952 –llevaba enfermo desde 1942–, se publicó en el diario Jaén
Tiene Cockempot un título, Salmos de la sed, que es de por sí toda una recensión biográfica de un estado anímico —¡No hay más que una preparación para la muerte! ¡Y es la de estar ahítos! De alma. De corazón. De espíritu. ¡Y de carne!—, que, aunque brutal y abyecto, es también una manera espontánea de manifestar las vivencias íntimas del ser. Entre el uno y el otro, toda una gama multifacética colorea las diversas actitudes del hombre frente a la clara e inconclusa verdad de su existencia. Y todas ellas, se podrían conjugar en la determinante de estas dos palabras: sed y hambre. Eterna sed y eterna hambre, constitutivas esencias del hombre impuestas por Dios y tan necesarias que Él mismo no dudó padecer en su sublime tránsito redentor.
En su raíz, es idéntico el punto de partida de todas las almas, pero en su desarrollo, es la voluntad soberana la que, dueña de estas esencias naturales, marca el ritmo que bifurca los distintos caminos. A veces lo hace atraído por el señuelo de una fuerza alucinante; a veces también, esta fuerza es capaz de iniciar el comienzo de una nueva Edad: para el bien, por la humildad y el amor, o para el diablo, por la soberbia y el odio. Pero siempre, la felicidad estará solamente en aclarar, al primer golpe de vista, dónde está la luz meridiana y saber emparejarse bajo su bandera.
La paz es hoy el tizón de un deseo que requema las entrañas de la Humanidad; pero un tizón que opera insensible porque la voluntad hace tiempo que eligió y hoy sestea en la molicie de un fuego de codicia, de lujuria o de soberbia. Ahora, precisamente cuando la luz ha llegado a hacerse meridianamente cegadora, el hombre ha levantado el valladar de su soberbia para dormitar en una cantinela de ¡Paz, paz, paz! Infecunda porque le falta la decisión íntima precisa para alcanzarla.
Los males del siglo radican esencialmente en un egoísmo concentrado y en el tremebundo distanciamiento de la Eucaristía. Para salvarse es preciso que la Humanidad dé marcha atrás en su elección de un camino ficticio. Hay que aclarar los ojos, vidriados por la soberbia, para fijarlos en ese rincón tan cercano -¡y tan lejos, Dios mío!- donde campea la Espiga Eterna de la Paz, Cristo Hostia, única meta capaz de saciar por toda una eternidad la sed y el hambre del mundo. Lo dijo Él con su verbo: Yo soy el pan de la vida; quien viene a mí no sentirá hambre y quien cree en mí no sentirá sed jamás. Porque Cristo —y con Él, la paz— vendrá y se nos dará ineludiblemente. Está ya ahí, a sólo un paso de la declinación humilde de nuestro egoísmo, en la encrucijada de nuestra sed y nuestra hambre, salvando la infinita distancia de un Dios majestuoso y justiciero bajo los humildes ropajes de un Dios escondido.
Sí; estás ya ahí, Señor, con la paz inédita, el gozo latente, la felicidad a punto, eternizando en la Eucaristía ese tu gesto secular de amor crucificado para que, por tu Tomad y comed… Tomad y bebed, sea posible la purificación y divinización de nuestra pobre existencia angustiada.
Manuel Lozano Garrido, Lolo