La persecución religiosa en España. Testigos de ayer y de hoy
Es inevitable encontrar ciertos paralelismos entre el clima anticristiano que se respira en cierta España de hoy, y los inicios de la persecución religiosa de los años 30. Por eso se puede aprender tanto del testimonio de aquellos hermanos nuestros en la fe, a la hora de afrontar una persecución creciente
El cristianismo es la religión más perseguida del mundo desde sus orígenes, hace dos mil años, hasta hoy. A lo largo de la Historia, los discípulos de Cristo se han encontrado con la incomprensión, la discriminación o la persecución abiertamente violenta, que ha regado la tierra con la sangre de los mártires. Así ha sucedido también en España, desde los orígenes de la predicación apostólica hasta nuestros días; los últimos mártires españoles dieron su vida por Cristo en los años 30 del siglo pasado, antes y durante la guerra civil, y fueron llevados a la muerte, no por razones políticas, sino únicamente por su fe en Cristo, muchas veces con mutilaciones y sufrimientos tan atroces que no hacen sino desvelar que el origen final de toda persecución es el odio demoníaco a Dios.
Una imagen falsa del clero
Una lectura interesada de la Historia ha pretendido colar y generalizar la imagen de un clero aburguesado, politizado y alejado del pueblo durante la Segunda República, con lo que quedaría así justificada la persecución religiosa de los años 30. Don José Luis González Gullón, autor de El clero en la Segunda República (ed. Monte Carmelo), explica que se trata de «una imagen incorrecta». Buen conocedor del clero de Madrid durante los años 1931-1936, aclara que «buena parte de los sacerdotes que salían del Seminario cada año, y de los que llevaban poco tiempo ejerciendo el ministerio, tenía un afán evangelizador grande. He encontrado casos de jóvenes presbíteros que constituyeron una asociación para atender a pobres y enfermos en los suburbios de Madrid». Por eso, entiende que el tópico de un clero alejado del pueblo puede tener dos causas: una, «la atención pastoral que no se había adaptado con celeridad al gran crecimiento de las periferias de las grandes ciudades»; la segunda causa, en cambio, se encuentra en «el anticlericalismo, es decir, en el rechazo del clero en la vida pública mediante la palabra o la violencia: esta actitud se dio con fuerza a lo largo de la Segunda República, y se manifestó de modo extremo en el primer semestre de la guerra civil. En Madrid, un tercio del clero fue asesinado; algún historiador ha calificado ese período como un tiempo de caza del clero».

Para González Gullón, el anticlericalismo endémico de la sociedad española tiene, en su origen, dos caras: «El anticlericalismo español se desarrolló en los siglos XIX y XX, es decir, en los siglos que vivieron grandes mutaciones sociales –que afectaron también al modo en que se comprendía el papel de la Iglesia en la sociedad civil–. El problema que se planteó en España fue que la Iglesia no aceptó la llegada del liberalismo, por una parte; y, por otra, ni los liberales ni los defensores de las utopías cerradas a la trascendencia –socialismo, marxismo, anarquismo– aceptaron a la Iglesia». A ello se sumó el hecho de que «los mediadores y el diálogo escasearon, o muchas veces fueron ninguneados. De este modo, ambas actitudes se enrocaron en sus planteamientos, vieron en los demás a enemigos políticos, y hubo acciones punitivas, como las expropiaciones de bienes o las limitaciones impuestas a las Órdenes religiosas» que sufrió la Iglesia en los años de la Segunda República. En diversos momentos, ocurrió además que «algunas posturas, y de modo particular las utopías que he mencionado, admitieron la eliminación física del adversario como una praxis política y social correcta». A final, «esta idea se manifestó con toda su dureza en la guerra civil», constata don José Luis González Gullón.
¿Camisetas Soy católico?
Han pasado ya varias décadas desde la Segunda República; y, mientras reverdecen aquellos planteamientos excluyentes contra los ciudadanos abiertos a la trascendencia, el clero de entonces y el de ahora coinciden en «el correspondiente deseo de evangelizar la sociedad. El clero de los años treinta vivía con apasionamiento, como lo hace el de ahora, su peculiar vocación, que incluye aspectos tan nucleares como su relación personal con Dios, su compromiso de celibato, y su entrega a la comunidad cristiana que se le ha confiado». Incluso la aceleración de la vida que se ha producido a lo largo del siglo XX ha traído consigo que los sacerdotes de nuestros días «tengan más movilidad, estén mucho mejor informados y, en buena medida, también mejor formados, con más oportunidades y formas de llegar a la sociedad». Además, «con la recepción de la doctrina del Concilio Vaticano II y la llegada de la democracia, el clero se ha situado plenamente en las coordenadas políticas y sociales que rigen los Estados hoy en día», explica González Gullón.

Por todo ello, don José Luis contempla los ademanes anticlericales de hoy «con preocupación», pues «el respeto a la conciencia de cada hombre debe ser algo protegido y cuidado tanto por los políticos como por toda la sociedad civil». ¿Qué se puede hacer, entonces, desde la Iglesia, para aliviar la tensión? Don José Luis tiene claro que la solución pasa «por el diálogo: es necesario explicar qué pretende la Iglesia, cuál es su mensaje, y qué métodos utiliza para llegar a la sociedad». Además de ello, de puertas adentro, «hay que explicar a todos los católicos la doctrina cristiana sobre la participación en la vida civil y, de modo particular, animar a los laicos a que, con libertad, actúen en la vida social. No es necesario que los diputados católicos del Parlamento, o los miembros de una asociación cualquiera, vayan a las reuniones con una camisa que diga Soy católico. Pero si viven su fe, llevarán en su mente y en su corazón el deseo de que los demás conozcan el amor de Dios y se dejen guiar por él».
Si a Mí me han perseguido…
En cualquier caso, un seguidor de Cristo debe saber que, si vive su fe convencido, un día u otro le llegará la persecución; incluso puede llegar de manera violenta, como ocurrió en nuestra tierra, hace apenas tres generaciones, o como le ocurrió al mismo Cristo. Don José Luis Alfaya, ha relatado, en Como un río de fuego (ed. Internacionales Universitarias), el martirio, la persecución y las vicisitudes en las que vivieron su fe, de manera oculta y heroica, los católicos, en el Madrid de la guerra civil. Sobre cómo ha de afrontarse hoy la persecución, explica que hay que mirar al primer mártir, san Esteban, que murió perdonando: «Eso es el martirio. La Iglesia ha aprendido esta actitud de su Maestro, que también, en el momento de la muerte en la Cruz, rogó por sus verdugos y por todos los que le perseguían e injuriaban: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. Ésa es, o debe ser, nuestra actitud hacia quienes siguen persiguiendo y atacando a la Iglesia, al Papa, y a los cristianos: rezar y perdonar».

Don José Luis Alfaya explica que se trata de «rezar por los que persiguen o calumnian, por los que, llevados del fanatismo ideológico o antirreligioso, afrentan a las personas y a la fe que practican; y no hay que perder la paz ni la caridad. Después de todo, ésta es nuestra condición, como seguidores de Cristo: Si el mundo os odia, sabed que me ha odiado a Mí antes que a vosotros. Pero Alfaya aclara que esta actitud «no puede interpretarse como simple pasividad ante la adversidad. El rezar y sufrir por los enemigos de la fe supone un ataque frontal por parte del cristiano, cuya espada es la oración por la caridad, capaz de convertir a los perseguidores más despiadados, como ocurrió con la oración de Esteban, gracias a la cual Saulo se convirtió en Pablo, Apóstol de los gentiles».
Don José Luis termina recordando el ejemplo reciente de un obispo europeo, injuriado y atacado por un grupo de mujeres semidesnudas, mientras pronunciaba una conferencia: «No se enfrentó con aquella violencia, calló, cerró los ojos y rezó, como se pudo apreciar públicamente». Por eso, hoy como ayer, miles y miles de mártires y confesores de la fe «sin morir dan la vida con su palabra, su trabajo y su ejemplo, su oración y sacrificio tantas veces escondido, como tantos miles de cristianos que soportan las injurias y desprecios por su fe, con alegría, silencio y oración. Y no sólo callando y rezando, sino hablando y evangelizando. Éste es el tema que quiere reforzar esta nueva evangelización –tan urgente– que ya impulsaba el Beato Juan Pablo II y el querido Benedicto XVI: combatir la ignorancia religiosa, con la catequesis de la palabra y del amor. Ése es el modo de actuar, ahora y siempre».
Durante la Jornada sobre Libertad Religiosa, organizada la semana pasada por Ayuda a la Iglesia Necesitada, el padre Jorge López Teulón, Postulador de la Causa de los Siervos de Dios de la Provincia eclesiástica de Toledo y de la diócesis de Ávila, habló sobre los Testimonios de perdón y reconciliación de los mártires de la persecución religiosa española (1931-1939).
Junto al testimonio del arzobispo de Toledo, monseñor Narciso de Estenaga, el martirio de los claretianos de Barbastro o del Beato Ceferino Giménez Malla, el padre López Teulón contó la historia de la Madre Cándida, quien entregó su vida a los milicianos a cambio de la de su hermana, casada y con hijos, tal y como hizo san Maximiliano Kolbe; o el acoso a la familia de Santiago Mosquera y el martirio atroz que sufrió este joven de 16 años, a quien la muerte encontró con el rosario en la mano; o el alegre testimonio que dio en la cárcel Francisco Maqueda, ayudando a sus compañeros de tribulación a prepararse para el martirio y cantando camino del paredón.
En vísperas de la nueva beatificación del mes de octubre próximo en Tarragona, ya son más de un millar los mártires españoles del siglo XX que han sido beatificados, y una cifra parecida tienen los procesos entregados ya en Roma, a los que hay que sumar los miles de Causas abiertas ya en España en fase diocesana. No nos podemos olvidar de ellos; el padre López Teulón explica que «el martirio es un regalo de Dios preciosísimo que es necesario apreciar en todo su sentido. Nuestra moderna sociedad, permisiva y relativista, tiende a hacer arcaico y obsoleto el hecho y la grandeza del martirio. El martirio es el supremo testimonio de la verdad de Dios y de la verdad del hombre. Es un testimonio diáfano de que Dios es Dios, lo único necesario, y que sólo Él basta».
Por eso, nuestros mártires son «aliento, estímulo e intercesión, ayuda y auxilio para nosotros, para que demos testimonio público de fe en Dios vivo», a Quien esta España nuestra tanto necesita.