Es El Brujo. Para todos aquellos que ya le hayan visto, no voy a descubrir nada nuevo en esta crítica. Para los que no, cualquier actuación suya es como tocar el cielo. Es el actor, por excelencia. Un hombre que bien te hable de las mujeres de Shakespeare, bien de san Francisco de Asís, —el juglar de Dios—, bien del cantaor Miguel Pantalón, bien del Evangelio según san Juan, es capaz de hacer que no pestañees en 2 horas y media de actuación. Él solito. Frente a la inmensidad del escenario.
Esta vez toca un monólogo estrenado en el pasado Festival de Teatro Clásico de Mérida. Rafael Álvarez, El Brujo, adapta La Odisea de Homero y relata, con su ácido humor y desde la visión de la diosa Palas Atenea —«que está chocha con Ulises, a pesar de saber que es una mala bestia», como dice el actor— las peripecias de Ulises para regresar a su Ítaca natal, tras la guerra de Troya. Un retorno que dura más de diez años.
El Brujo mezcla la historia del protagonista de este poema épico, escrito en el siglo VIII antes de Cristo, con el momento actual, un rasgo muy propio de su teatro. Metido en la piel de un juglar, compara los audaces y engañosos discursos de Ulises para afrontar tal o cual obstáculo, con las artimañas de los políticos para argumentar la subida del IVA, la quiebra de la sanidad o el copago farmacéutico.
No está solo. En esta ocasión le acompañan tres músicos —normalmente le solemos encontrar con un pianista—. Con Daniel Suárez y Mauricio Loseto en la percusión, y Javier Alejano en el teclado, entre palabra y música, voz ronca y notas al aire de tabla hindú o sitar, el contexto envuelve al espectador, que logra, sólo a ratos, trasladarse a la antigua Grecia.
Aunque el texto está muy trabajado, y El Brujo ha bebido de diversas fuentes que han investigado el poema homérico y lo ha adaptado a un lenguaje más popular —«mi cometido es mostrar la historia, contarla y trasladar el magnetismo de un relato a un público que no tiene tiempo de leer y que está totalmente alejado de los grandes textos, porque la cultura de hoy está en las antípodas de toda esta literatura»—, todavía está lejos de ser cien por cien asequible al espectador medio. Es difícil seguir el hilo de la narración, sobre todo si uno está lejos de conocer a fondo el periplo de Ulises, con excepción de los chascarrillos propios del autor, que entresaca durante el monólogo y nos retrotraen al periódico o al papel couché del día. Por ejemplo, para hacernos entender quienes eran las ninfas, mitad diosas mitad bellezas humanas, y veneradas por todo el pueblo, habla de las top models de moda.
Claro que para él es sencillo: tenía 14 años cuando leyó, por primera vez, los 24 poemas que componen La Odisea. Y reconoce que la belleza y el valor del texto no pueden obviarse en un momento como el actual. El ejemplo de Ulises, un símbolo del hombre completo, que nada que tiene que ver con los gobernantes de ahora, hacen recordar al espectador que se puede conseguir lo imposible. La Odisea es «una pieza de museo» de la que es importante extraer su enorme significado, reconoce. Un gran reto al que se ha enfrentado El Brujo en este pasaje, y que, evidente, no era fácil de conseguir.