«Ya desde los albores de la República, la búsqueda de libertad de América ha sido guiada por la convicción de que los principios que gobiernan la vida política y social están íntimamente relacionados con un orden moral, basado en el señorío de Dios Creador»: así dijo Benedicto XVI, a su llegada a los Estados Unidos, dirigiéndose al presidente norteamericano, en la ceremonia de bienvenida, en la Casa Blanca. «Los redactores de los documentos constitutivos de esta nación —añadió— se basaron en esta convicción al proclamar la verdad evidente por sí misma de que todos los hombres han sido creados iguales y dotados de derechos inalienables, fundados en la ley natural y en el Dios de esta naturaleza». Y el Papa no dudó en subrayar que «las creencias religiosas fueron una constante inspiración y una fuerza orientadora». Ante los obispos, también reconoció que América es «una tierra de gran fe», y que «no duda en introducir en los discursos públicos argumentos morales basados en la fe bíblica». No obstante, constató que «no es suficiente tener en cuenta esta religiosidad tradicional y comportarse como si todo fuese normal, mientras sus fundamentos se van erosionando lentamente».
La causa de la erosión de los fundamentos que sostienen la vida y la llenan de sentido y de esperanza no es otra que «la sutil influencia del laicismo», que en América reviste «un problema particular: mientras permite creer en Dios y respeta el papel público de la religión y de las Iglesias, reduce sutilmente sin embargo la creencia religiosa al mínimo común denominador», lo cual da como resultado, como en Europa, y no digamos en España, «una separación creciente entre la fe y la vida». Hasta llegar a esa apostasía silenciosa que necesariamente, ya sin la luz infinita de la fe, termina por dejarle al hombre a oscuras, sin poder ya reconocer la verdad de su propia naturaleza, y por tanto sin libertad, sin vida verdadera. Porque, apagando la luz de la fe, el más preciado don que Dios nos ha dado, hasta la propia razón se apaga, incapaz ya de ver el auténtico valor del hombre, de sus derechos inalienables, que sin embargo todos llevamos inscritos en lo más hondo del corazón. Esta ceguera la constató nítidamente el Papa en la sede de la ONU, exactamente al destacar el derecho a la libertad religiosa: «Es inconcebible que los creyentes tengan que suprimir una parte de sí mismos —la fe— para ser ciudadanos activos». ¡Pobre actividad la de quien no tiene más luz que su propia ceguera!
Justamente desde la luz de la fe, Benedicto XVI recordó la plena racionalidad de esta verdad sagrada de la persona, que precisamente está a la base de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, de la que se cumplen 60 años, en la que «han confluido —dijo ya el Papa, en el avión camino de América— diversas tradiciones culturales», y «sobre todo una antropología que reconoce en el hombre un sujeto de derecho precedente a todas las instituciones, con valores comunes a respetar por parte de todos». Y en su discurso ante los representantes de los pueblos de la tierra, subrayó cómo «estos derechos se basan en la ley natural inscrita en el corazón del hombre y presente en las diferentes culturas y civilizaciones», y cómo «no se debe permitir», cediendo al relativismo dominante, que se «oscurezca no sólo el hecho de que los derechos son universales, sino que también lo es la persona humana, sujeto de estos derechos». Es preciso tener bien claro que son derechos enraizados «en la justicia que no cambia», que son «válidos para todos los tiempos y todos los pueblos», y por tanto «han de ser respetados como expresión de justicia y no simplemente porque pueden hacerse respetar mediante la voluntad de los legisladores», demasiado a menudo inclinada a dejar que se alejen «de la protección de la dignidad humana para satisfacer meros intereses, con frecuencia particulares».
Cuando se da la espalda a la verdad, ya no hay dignidad alguna que ver en el hombre y la vida pierde todo valor que la haga digna de ser vivida, al tiempo que la libertad queda convertida en la caricatura del propio capricho. Lo dijo bien claro el Papa a los jóvenes y seminaristas: «La manipulación de la verdad distorsiona nuestra percepción de la realidad y enturbia nuestra imaginación y nuestras aspiraciones», haciendo imposible la libertad. «¿Han notado ustedes —les preguntó Benedicto XVI— que, con frecuencia, se reivindica la libertad sin hacer jamás referencia a la verdad de la persona humana? A esto llamamos relativismo», recordó, añadiendo: y «¿qué objeto tiene una libertad que, ignorando la verdad, persigue la que es falso o injusto?». Anteriormente, a los educadores católicos, les había mostrado cómo «la crisis de verdad contemporánea está radicada en una crisis de fe». Una fe, en efecto, que no es la raíz de la vida y no se la deja iluminarlo todo, ¿para qué sirve, sino para ser pisoteada? Por eso, Benedicto XVI no dudó en proponer a Jesús en todo momento, incluido el diálogo interreligioso, y de un modo especialmente nítido a los jóvenes: «Queridos amigos, la verdad no es una imposición. Tampoco es un mero conjunto de reglas. Es el descubrimiento de Alguien que jamás nos traiciona; de Alguien del que siempre podemos fiarnos». Y, en consecuencia, el descubrimiento de la verdad de nuestras personas y de la auténtica libertad.