La Iglesia, motivo permanente de credibilidad - Alfa y Omega

Inspirado en un libro del jesuita Alexis Decout, L’acte de foi, podemos añadir que, además de tantos otros signos y argumentos para la fe de los hombres, la misma Iglesia de Jesucristo se erige entre los pueblos como signo en alto, a fin de que cuantos la encuentran puedan encontrase, al fin, con su Cabeza y su Señor. La Iglesia es, en efecto, un testimonio irrefutable de su divina misión, llevada adelante por el Espíritu en medio de las dificultades que también encuentra, pues en este mundo está formada por los hombres y es para los hombres.

Su propagación admirable es un hecho constatable y sorprendente: el evangelio se ha propagado —y no deja de hacerlo— por todo el universo, a menudo en medio de contextos difíciles, incluso adversos y hostiles. Del anuncio que transformó la vida de un escaso grupo de personas, rudas e incoherentes por otra parte, se recoge ahora el fruto convertido en una noticia que transforma por doquier a las personas y los ambientes en los que se hace presente. Sorprende el hecho en sí, sin más; pero más sorprendente resulta cuando se analizan la desproporción de los medios, la pobreza de los agentes o la acumulación de obstáculos —internos y externos— vencidos a lo largo de los tiempos. Pero nada de esto es casualidad, pues en su mismo origen se sitúa la elección positiva de Jesús, su fundador, de la pobreza y la debilidad para confundir al mundo que se apoya en la fuerza y el poder para dominar.

No llama menos la atención, a quien lo considera con más o menos profundidad, la invencible firmeza de la Iglesia a lo largo de los siglos: su continuidad doctrinal (un núcleo de verdades inmutable, aunque siempre más profundizado y aclarado), su identidad sólida e inquebrantable (pese a tantos ataques padecidos, desde dentro y fuera de la misma institución), en fin, su perpetuidad, vencedora tanto de los errores del espíritu como de los pecados del corazón. En verdad tras los avatares que la afectan se descubre la absoluta garantía de una fuerza mayor, el triunfo de una Presencia superior, capaz de hacerse descubrir una vez que la tormenta cesa y vuelve la paz.

Su santidad eximia no solo se reserva a la Cabeza, a la divina persona de su Salvador, el hombre Cristo Jesús. También se comunica a cada uno de los miembros, haciendo de esta —la santidad— la verdadera y universal vocación de todos los hombres. Encontramos una santidad elemental, si así podemos decir, en el corazón de las ingentes masas de cristianos, sencillos y anónimos, cuyas vidas pasarán desconocidas para muchos en la historia; pero también hay una santidad más cultivada o refinada, la de aquellos que siguen de cerca las huellas del Maestro por las sendas difíciles de la perfección, dispuestos a encarar el reto de la puerta estrecha de su salvación; santidad, en fin, heroica, la de aquellos que de forma explícita e infalible la misma Iglesia nos propone mediante su canonización y reconocimiento, no solo como ejemplos para nuestra ajena admiración, sino como referencia segura y cierta, mediante su intercesión. La comunión de los santos se convierte, en esta gran familia, en una gran corriente compartida de la gracia de Dios.

Que Jesucristo, el Santo, santifique en y por la Iglesia quiere decir que ahora ella es la madre virgen y fecunda, cuya vitalidad inagotable se difunde para con todos los hombres. Ella es la fuente siempre viva, cuya agua se ofrece para todos a fin de que todos puedan venir y beber gratis, para encontrar la verdadera Vida. La vitalidad de la Iglesia, que no es sino la vida misma de Dios participada, se manifiesta exuberante y rica de frutos de preciosa santidad, en los hombres sus hijos, pero también en las obras que ellos hacen. ¿Acaso no son frutos de vida, en la vida de la gracia, tantas obras que la fe ha engendrado en la teología y la filosofía, en el arte y la educación, en la cultura o en otros muchos ámbitos de la sociedad? También aquí se palpa la fecundidad de la Iglesia que transmite la fecundidad de Dios.

Por último, su unidad católica, siempre amenazada y siempre necesitada de un cuidado fortalecedor, se nos muestra como la realización del sueño de una sociedad mejor. Muchos han pensado un mundo en armonía, una sociedad más fraterna o una religión universal. Lejos de cualquier sincretismo y de toda aglomeración confusa, la Iglesia se presenta como el único rebaño querido de Dios, llamada a congregar a todos, por caminos a veces solo conocidos por el mismo Dios. En medio de una variedad y pluralidad de culturas, de lenguas y razas, la unidad de una misma fe bajo la sombra de un mismo Señor, se anuncia como la realización posible de toda utopía humana.

El hombre es un ser social, pero no será posible una comunidad verdaderamente humana, fraterna, más que a la luz de una creencia común, de un destino común… de un Padre común. Pese a las pasiones y divisiones, los vicios y prejuicios, odios y los rencores que se encuentran —de hecho— en su seno, nada impide confesar que el designio originario, divino, permanece: ¡Ser uno para que el mundo crea!