Apunto de cumplirse el octogésimo aniversario de su comienzo, la Guerra Civil se ha presentado ya como un medio ideal para entretener el tiempo de los gobernantes municipales de Madrid, tanto que algún vecino despistado pudiera pensar que ya han resuelto todos los problemas que aquejaban a la capital. Por esta razón, me permitiré la osadía de escribir, al igual que se acaba de hacer para los jóvenes, la Guerra Civil contada a los políticos de la nueva hornada, para que conozcan cuál fue verdaderamente el grado de implicación de los españoles en el conflicto.
Lo primero que deben saber es que las fuerzas militares de ambos bandos fueron engrosadas mayoritariamente, desde las primeras semanas, por soldados reclutados a la fuerza. Las imágenes propagandísticas de millones de aguerridos milicianos y falangistas son solo eso, pura propaganda.
Tengan siempre en cuenta que el factor clave de la inmensa mayoría de los protagonistas de la contienda fue la lealtad geográfica. Esto significa, sencillamente, que la inmensa mayoría de los españoles no tuvo libertad para elegir bando. Sin embargo, esto no es óbice para que muchos sigan pensando que un campesino pobre, sin ideas políticas, reclutado por Franco, será siempre un fascista, mientras que otro campesino pobre, sin ideas políticas, reclutado por Azaña, será siempre un antifascista.
La consecuencia de la lealtad geográfica es que soldados de izquierdas reclutados en el Ejército franquista tuvieron que combatir contra soldados de derechas enfilados en el Ejército Popular. Entiendo que esto puede sorprenderles a muchos, sobre todo si han consumido solo las visiones ramplonas de la contienda cocinadas por nuestra literatura, televisión y cine.
Deben saber también que la llamada a filas se produjo inmediatamente. Los dos bandos se dieron cuenta en apenas dos meses de que no tenían efectivos suficientes para matarse. El bando franquista fue el más madrugador a la hora de llamar a quintas, el 8 de agosto de 1936, y desde entonces reclutaría 15 reemplazos. Pero apenas mes y medio después, el 30 de septiembre de 1936, se abrían las cajas de recluta en la zona republicana, por las que pasarían hasta final de la guerra un total de 26 reemplazos forzosos.
Si quieren, podemos seguir hablando del eterno cainismo español. Eso queda siempre muy bien, intelectualmente hablando, aunque sea falso. Y ahora verán por qué. Las quintas reclutadas durante la contienda por ambos bandos deberían haber sumado un total de 5 millones de hombres. Sin embargo, el total de españoles incorporados a filas no pasaron de aproximadamente 2,5 millones: 1,3 millones en el Ejército Popular y 1,2 en el Ejército franquista. Los otros 2,5 millones de potenciales reclutas se las ingeniaron para no coger el fusil e ir al frente como he demostrado en el ensayo «Desertores. La Guerra Civil que nadie quiere contar» (que está ya agotado, para que no piensen que he venido aquí a hablar de mi libro).
El problema de la deserción para las autoridades republicanas alcanzó tal magnitud que se vieron obligadas en agosto de 1938 a decretar una amnistía para los prófugos, prometiendo que se les indultaría si se presentaban a filas. Miles de desertores, atemorizados y hambrientos, dejaron sus escondites: fue la llamada «quinta del monte». Uno de ellos fue el espía Juan Pujol García, alias Garbo, el espía que engañó a Hitler sobre el lugar del desembarco de Normandía. Quizás por eso le querían quitar por error la plaza que no tenía en Malasaña, dedicada realmente a otro Juan Pujol, propagandista de Franco: porque el genial Garbo fue un desertor de la República.
Aunque crean a pies juntillas la visión épica de la Guerra Civil difundida por la actual ficción editorial, televisiva y cinematográfica, es conveniente que sepan que en la guerra hubo una enorme picaresca para no ir a filas. El mercadeo de carnés de afiliados a partidos y sindicatos anteriores a 1936 para conseguir enchufes en la retaguardia, así como el de falsos certificados médicos de inutilidad, obligó a las autoridades de ambas zonas a realizar recurrentes inspecciones en las fábricas para desenmascarar a los enchufados y continuas revisiones médicas para descubrir a los falsos inútiles. En el bando republicano se llegó incluso a perseguir a los enfermos de venéreas, a quienes se culpaba de contagiarse premeditadamente en los prostíbulos para no ir al frente.
Ya ven que ni para defender la República ni para atacarla hubo mucho entusiasmo entre los españoles de a pie. Por eso, la guerra contra los desertores alcanzó en ambos bandos infinitos grados de crueldad. En el franquista se detenía a los familiares del desertor y se confiscaban sus bienes, y si los familiares tenían antecedentes izquierdistas era probable que acabaran fusilados. En el bando republicano se llegaría a dictar en 1938 una orden extraordinariamente severa: el envío del padre del desertor a cubrir su puesto en el frente.
A los desertores se sumaron los automutilados, que se disparaban a sí mismos en las manos o los pies para huir de las trincheras. Las autolesiones fueron tan numerosas que se las llegó a denominar «heridas contagiosas». Los automutilados podían ser fusilados en el acto, aunque también se les dejaba en primera línea sin cura para que la gangrena los liquidara.
Como ven, señores políticos, centenares de miles de españoles no sintieron como suya ninguna de las causas de aquella lucha fratricida, y a pesar de ello no pudieron escapar de la trituradora en la que eran servidos como «carne de cañón». Las consecuencias de la guerra no terminaron ahí: el exilio, la represión y una larga dictadura dejaron heridas insondables que sólo en la Transición, con el sacrificio de todos, se empezaron a restañar sólidamente.
Confío en que estos apuntes les hayan servido, como siempre me han servido a mí, para mirar la Guerra Civil con una infinita compasión por todas sus víctimas: de izquierdas, de derechas o simplemente de nada, como era la inmensa mayoría. Y para ver siempre, en episodios como la batalla de Belchite, la defensa de Madrid, el asedio del Alcázar de Toledo, el paso del Ebro o el hundimiento del crucero Baleares, el rostro humano de unos españoles atrapados por un destino sangriento, sin que ello suponga eximir de responsabilidades a quienes desde los extremos llevaron a España al mayor de los desastres.
Responsabilidades que los políticos debemos tener siempre presentes, pues la vertiente más nefasta de la política, con su carga de violencia verbal y su afán de demonización del contrario, contribuyó entonces en muy buena medida a la degradación de la convivencia.
Como escribió el socialista Julián Zugazagoitia, sólo una verdad resplandece en toda la Guerra Civil: el sacrificio del pueblo español. «Este es quien, con atuendos diferentes, y a veces sin ellos, tributó su sangre», dijo.
A las generaciones que sufrieron directamente la Guerra Civil les debemos el mayor de los tributos porque ellos supieron perdonar. La garantía de nuestra convivencia está en hacernos merecedores del ejemplo de quienes perdonaron, sobre todos los que servimos en política.
Confío en que al final en Madrid nos pongamos de acuerdo en cambiar los nombres de calles, pero no para sustituir una visión sesgada del pasado por otra igual de sesgada. El callejero de Madrid debe ser un lugar de encuentro entre los ciudadanos, sin sectarismos ni revanchismos que se limiten a sustituir los nombres de un bando por los del otro. Más aún, debe ser un homenaje perpetuo a la concordia y la reconciliación, que fueron y siguen siendo el más profundo cimiento de nuestra libertad.
Pedro Corral
Periodista y escritor. Concejal del PP en el Ayuntamiento de Madrid