En este invierno que ya empieza a morir la primera anunciadora de la primavera que se avecina es la flor del almendro. Los colores apagados, el viento hecho de tizones, la naturaleza muerta dan paso al colorido de la luz, los aires perfumados y la explosión de la vida en plenitud. Así sucede con precisión año tras año.
El camino conocido
Así pensaba la mujer, que cogía la mano de su hijo, por el camino que va desde la casa del pueblo hasta el riachuelo vecino que lo rodea como si fuera un abrazo. Es su camino conocido, el que más le gusta hacer, sobre todo ahora cuando los almendros se levantan como centinelas a ambos lados mostrando la blancura de sus rosas recién aparecidas. Se siente feliz. Incluso canta. Su sonrisa se trasmite curiosamente a un apretón de manos.
Pero no fue siempre así. Recuerda sus años de militancia feminista. Ella creía que defendía firmemente los derechos de la mujer al impulsar una ley de plazos para abortar. El cuerpo es tuyo, tú decides —repetía constantemente a quienes intentaban imponerle algún tipo de reparo—. La libertad de decidir en la mujer estaba por encima de cualquier planteamiento sobre la vida del feto. El feto es parte de su cuerpo, le pertenece a la mujer y punto.
Nada de ley de supuestos. Hay que hacer una ley de plazos, sin ningún tipo de condiciones, sin ningún tipo de trabas. Se trata —decía abiertamente— de hacer la ley más progresista de Europa en materia de aborto.
Recuerda que le costó mucho convencer hasta el mismísimo Ministro, que no quería ir tan lejos, pues sentía ciertas presiones (por cierto, no muchas) por parte de la Iglesia Católica. Sin embargo, ella, como subsecretaria del Ministerio, gozaba de un predicamento intelectual tan alto, que cualquier reticencia a su ley fue despejada convenientemente. Era «su ley». Lo que no sabía la mujer es que ése no era su camino.
Persecución por causa de la justicia
Recuerda que llevaba ya diez años de casada y no había podido tener hijos, ni podría tenerlos. Amaba mucho a su marido y su marido a ella. Se llevaban bien y en alguna ocasión habían pensado en la posibilidad de adoptar. Aceptaban la vida tal cual les iba viniendo y en aquel entonces —piensa ahora— disfrazaban las preocupaciones más profundas con el señuelo de la acción y la actividad, como sucede en las novelas de Baraja.
Un día su esposo (aunque no estaban legalmente casados, era su esposo) le propuso la adopción de un niño. Él, su marido, que trabajaba como psicólogo en asuntos sociales del Ayuntamiento, conoció a una joven que quería abortar, pues era menor de edad, no tenía posibilidades económicas, era rechazada por sus familia… Le dio pena la tremenda indefensión de esa chiquilla. Le propuso, en fin, correr con todos los gastos, ayudarla en todo, si el niño que llevaba en su vientre se lo entregaba en adopción a él y a su mujer. Había un problema añadido: el niño que iba a nacer, si es que nacía, tenía síndrome de Down.
Pues que aborte, para eso hemos hecho la ley, y encima deficiente… —recuerda la mujer que le dijo a su marido en aquella tensa y difícil conversación—. De eso hacía ya quince años. Quince años. Los mismos que tenía su hijo. Los mismos quince años que su marido no paseaba con ella por culpa de aquel fatídico ictus cerebral.
Y tras la muerte de su esposo el niño nació, y lo adoptó en contra de sus propios principios, los que creía que eran sus principios. Y fue cesada de sus cargos, expulsada del partido, injuriada, pisoteada, olvidada… Y ahora se alegraba de haber conocido el gran principio que aparece dos veces en el manifiesto de las Bienaventuranzas: «hambre y sed de Justicia»; y se alegraba de ser perseguida por ponerlo en práctica: «Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la Justicia».
La blanca luz de la Eucaristía
Ahora, mientras pasea por el camino con los almendros en flor, sabe que no hay libertad que valga si no se fundamenta en el gran principio de la Justicia. Y sabe que todas las leyes sobre el aborto, aunque se disfracen con nombres eufemísticos tales como «interrupción del embarazo» o «defensa de derechos» o «defensa de la vida» son leyes injustas. El legislador más avezado sabe que son injustas y precisamente por ello cambia el nombre como si con ese cambio pudiera cambiar la realidad injusta que encierran.
La madre mira, sonríe, aprieta aún más la mano de su hijo de quince años que, por cierto, le ayuda a pasar al ordenador todos sus escritos. Y ante la mirada correspondida de chaval, ese chaval que da alegría y sentido a su vida, se pregunta: ¿Y quiénes somos nosotros para matar a nadie en virtud de una ley que se atreve a distinguir incluso lo que es normalidad y lo que es deficiencia? Y se lamenta: Pobre Europa, pobre civilización cristiana que renuncias a los grandes principios que te sustentan, los del Sermón de la Montaña. Y se dice una vez más: No hay que hacer leyes para matar, hay que hacer leyes para acoger; no hay que hacer leyes sobre el aborto, hay que hacer leyes sobre la vida. Yo soy el camino, la verdad y la vida (Juan 14, 6). Así lo dice en todos sus escritos que, afortunadamente, están dando la vuelta por el mundo.
Estaba en estas la madre cuando el chico, el del síndrome de Down, su hijo, le señala hacia arriba y le comenta: Mira, mamá, yo lo veo, es como me dices tú, ahí está papá, en la flor de los almendros. Así es como lo dice, como lo escribe ella: Dios Padre, Abba, Papá, tiene todos los colores, unas veces se ve y otras no; cuando mejor se ve es cuando se funden los colores en el color blanco, en la blanca luz de la Eucaristía, en el blanco de la flor de los almendros.
Teresa y Lucrecio, matrimonio UNER