La feliz co(i)nspiración entre moral y espiritualidad - Alfa y Omega

Durante siglos los moralistas no tuvieron —salvo honrosas excepciones— mucho interés o inquietud por buscar los puentes entre la moral y la espiritualidad cristianas, incluso rechazaban cualquier conexión entre ellas. El inglés Thomas Slater, SJ, lo formulaba sin circunloquios a comienzos del siglo XX: «Los manuales de moral son obras técnicas que han de ayudar a confesores y párrocos a cumplir bien sus deberes. Deben ser tan técnicos como los libros de texto de los abogados o de los médicos. No buscan la edificación ni la presentación del ideal de la perfección cristiana; tratan de la obligación que pone el pecado, son libros de patología moral». Esa era una visión sesgada de la moral, al centrarse en el pecado, pero también lo era de la espiritualidad, que distaba de concebirse como afectante a la vida entera de la persona en su relación con Dios, en Cristo Jesús y con la fuerza del Espíritu.

Si Trento puso bases para la separación entre moral y espiritualidad, el Concilio Vaticano II resultó decisivo para recuperar la relación entre ambas. Desde planteamientos como la llamada universal a la santidad (Lumen gentium, 5) y «la excelencia de la vocación de los fieles en Cristo y su obligación de producir frutos en la caridad para la vida del mundo» (Optatam totius, 16), carece de sentido pensar que la espiritualidad es para animar lo positivo de la vida cristiana y la moral para evitar lo negativo. Al contrario, los padres conciliares explícitamente reconocieron que la vida moral es también expresión práctica de la gracia divina actuante en cada persona y, por eso, necesita conectarse con la dimensión psicológico-espiritual, hogar del sentido, de las motivaciones y de las actitudes básicas. Por su parte, la espiritualidad ha de encontrar los cauces adecuados para interpretar y expresar el compromiso intramundano si no quiere degenerar en espiritualismo. Ambas perspectivas son constitutivas y esenciales de la vida de las comunidades eclesiales y de cada uno de los cristianos, y los teólogos debemos trabajar para que se encuentren.

En la construcción de puentes entre moral y espiritualidad, la categoría virtud es particularmente importante. Es anterior al cristianismo, pero el desarrollo que de ella hizo la tradición cristiana hizo confluir, como acaso no sucede con ninguna otra categoría, la perspectiva moral (la virtud como hábito operativo hacia el bien) y la perspectiva espiritual (la virtud como don). A mí me parecen especialmente reseñables de la virtud tanto su carácter integrador de la persona como las posibilidades que ofrece para una visión unitaria de toda la moralidad y para propiciar el encuentro entre felicidad y vida buena. Escribió Romano Guardini que «la virtud alcanza a toda la existencia, como un acorde que la reúne en unidad y, asimismo, se eleva hasta Dios y desciende de Él». En efecto, es una categoría que media entre los principios y las situaciones concretas y entre el deber y la felicidad, sencillamente por su capacidad para lograr que «el bien captado por la mente se vuelva en nosotros inclinación afectiva» (Amoris laetitia, 265), aglutinando así los distintos elementos que conforman el dinamismo de la persona en referencia al bien.

Pertenece la virtud a la entraña misma de la ética, pues recordemos que el término griego êthos (con eta) significa carácter o morada donde se habita (según Heidegger ese fue el significado más antiguo), mientras que éthos (con épsilon) significa, básicamente, costumbre. Por su parte, moral procede del término latino mos, que traduce tanto el êthos como el éthos (Suma teológica I-II, q.58, a.1). Al comienzo de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres Kant dice que nada en el mundo hay que pueda tenerse por bueno sin restricción sino una buena voluntad, añadiendo que la voluntad es lo que se denomina carácter.

Plantear la moral desde el horizonte de la virtud implica no quedarse solo en la norma sino aventurarse en el seguimiento liberador de Cristo, contemplando su vida, conociéndole internamente, así como sintiéndose vitalmente injertado en la Iglesia como comunidad de discípulos que, por definición, están en camino y avanzan juntos (sinodalmente), soslayando tanto activismos como espiritualismos. Además, la virtud es una categoría adecuada para enfatizar la primacía de la gracia en la vida del creyente y la feliz co(i)nspiración de la espiritualidad y la ética, que resplandecen especialmente en el vínculo entre las virtudes teologales y las cardinales y, desde ellas, con el resto de las virtudes. En el horizonte que crean las virtudes teologales –como actitudes fundamentales de la existencia cristiana— la prioridad de la iniciativa es de Dios, y gracias a ella es posible la respuesta libre de la persona, no suprimida por la gracia, sino potenciada por ella. Diciéndolo con la certera síntesis del catecismo: «Las virtudes teologales fundan, animan y caracterizan el obrar moral del cristiano. Informan y vivifican todas las virtudes morales» (CEC, 1813).

El Papa Francisco expresa de maravilla en su encíclica Laudato si cómo las experiencias de carácter espiritual marcan y renuevan los procesos vitales que constituyen el núcleo de la vida moral. Con sus palabras concluyo esta reflexión: «Lo que el Evangelio nos enseña tiene consecuencias en nuestra forma de pensar, sentir y vivir. No se trata de hablar tanto de ideas, sino sobre todo de las motivaciones que surgen de la espiritualidad para alimentar una pasión por el cuidado del mundo. Porque no será posible comprometerse en cosas grandes solo con doctrinas sin una mística que nos anime, sin unos móviles interiores que impulsan, motivan, alientan y dan sentido a la acción personal y comunitaria».