No nos dejes caer en la tentación - Alfa y Omega

El desierto simboliza el lugar de la tentación y el combate moral y espiritual hacia la libertad a la que Dios nos convoca y guía. En él vivimos un tiempo de gracia para volver al amor primero (Os 2, 14) y, a la vez, un tiempo de concreción para pasar de la desesperanza a la esperanza, como discípulos de una Iglesia peregrina. La concreción requiere acción, pero comienza por abrir los ojos a la realidad. Dice Bergoglio en su reciente mensaje de Cuaresma que, para actuar, hay que detenerse en oración para acoger la Palabra y detenerse en compasión para cuidar al hermano herido.

La concreción cuaresmal también anima a buscar modos de caminar juntos, compartiendo fraternalmente la disposición de ánimo de Cristo, sin hacer las cosas por vanagloria, autointerés o disputa, sino con humildad, generosidad y lucidez. Así se van tomando decisiones personales y comunitarias que cambian la cotidianeidad de la vida, las personas y las sociedades: los hábitos de compra, el cuidado de la creación o la inclusión de los invisibles o despreciados, por citar algunas. El corazón atrofiado se despierta soltando los ídolos que le agobian y los apegos que le aprisionan.

Nos dicen los Evangelios que fue el mismo Espíritu que había descendido a Jesús en el Bautismo quien le condujo al desierto para que el diablo lo pusiera a prueba. Las tentaciones de Jesús están situadas a continuación del Bautismo, justo al comienzo de su vida pública, y en los Evangelios sinópticos aparecen agrupadas, pero no porque duraran unas semanas y terminaran para siempre: le acecharon a Jesús durante toda la vida, incluidos los últimos momentos de la Pasión y Muerte en la cruz.

En efecto, el vínculo entre el Bautismo y las tentaciones aparece como clave para leer la vida del Señor: en el Jordán, Jesús es solidario con el pueblo y hace cola como «uno de tantos» (Fil 2, 7), para recibir un bautismo de conversión de los pecados anunciado por Juan. Pero ahí mismo se ve como insuficiente una conversión en sentido moral; hace falta recibir la claridad que viene del cielo y proclama: «¡Es mi Hijo predilecto, escuchadle!». Tras ser iluminado por el resplandor de la gloria, Jesús será tentado donde más le duele: en ser el Hijo muy amado de Dios. En el desierto se pone en juego el sentido de su filiación y el significado del mesianismo: ¿cómo vivir siendo el Hijo? ¿para el poder-prestigio o para el amor-servicio?

Si Él fue tentado a lo largo de su vida, no esperemos no serlo nosotros. Lo malo no es ser probados o tentados, sino sucumbir a las trampas y vivir atrapados en ellas. En el padrenuestro lo que pedimos no es estar libres de tentaciones, sino no caer en ellas y no dejarnos dominar por el mal que puede enredarnos a través de mecanismos y justificaciones, sean conscientes o inconscientes. En el desierto, al vencer la tentación, crecemos humana y espiritualmente, pues superar la prueba produce entereza, curte el carácter y afianza la propia identidad.

Pedir no caer en la tentación es, en positivo, pedir conocimiento de la vida verdadera, que es Cristo, descubriendo desde ella los engaños y enredos que nos hacen salir del camino evangélico que conduce al bien y la verdad. Y al conocimiento interno de la vida verdadera, no se llega solo con reconocer pecados, sino que hace falta descubrir las trampas. A eso van dirigidos los 40 días de ejercicios cuaresmales de oración, ayuno y limosna —tiempo privilegiado de encuentro, renuncia y generosidad— para la conversión hacia la libertad, la paz y la autenticidad.

Las tentaciones pueden ser groseras, pero con frecuencia son sutiles y se cuelan por las rendijas de nuestra enorme capacidad de (auto)engaño y (auto)justificación. Las trampas claras son fáciles de ver; las que vienen disimuladas bajo capa de bien o bajo apariencia de ángel de la luz (sub angelo lucis) son difíciles de reconocer. Por eso es tan necesario formarse como personas de discernimiento y practicarlo, a fin de conocer los engaños y guardarse de ellos y conocer la vida verdadera y adherirse a ella.

En el desierto, símbolo de la prueba y la lucha, Jesús fue tentado en núcleos muy esenciales de su vida y misión: el primero, en utilizar a Dios como medio para evadirse de la condición humana; eliminar y satisfacer el hambre es propio del ser humano, pero mediante el esfuerzo humano, no saltándose el «ser uno de tantos». El segundo, en utilizar a Dios como atajo en la misión: el tentador pide a Jesús que realice un gesto mesiánico, espectacular y contundente al principio de su vida pública en el que quede claro que Dios está con Él y que obligue a los que lo presencien a creer; pero Jesús escoge el mesianismo kenótico, es decir, el que no se ahorra el abajamiento y el conflicto, ni los costes personales de la misión. El tercero, que Dios sea poder y no amor: ¿por qué no aliarse con los poderosos, si se puede conseguir con ello mayor provecho? Jesús responde que solo salva el amor que da vida, se entrega y sirve.

«Fiel es Dios que no nos dejará ser tentados más de lo que podemos resistir» (1 Cor 10, 13), y «fiel es el que nos llama a compartir la vida con su Hijo» (1 Cor 1, 9): a conocer y amar la vida verdadera, que es Cristo, lo cual significa compartir sus sentimientos y conocer su corazón, aquello que le movilizaba, lo que valoraba y lo que sentía. Esas son grandes llamadas de esta Cuaresma.