Mi encuentro con Guardini
El 1 de octubre se cumple el 50 aniversario de la muerte de Romano Guardini, uno de los teólogos y pensadores más originales e influyentes del siglo XX. Su discípulo Alfonso López Quintás, filósofo y religioso mercedario, ha sido el gran divulgador de su obra en español
En octubre de 1955 me trasladé a Múnich con el fin de preparar mi tesis doctoral. Días antes, el director de la editorial Guadarrama me había encomendado hacer gestiones con Romano Guardini para conseguir que levantara el veto que había impuesto a toda edición de sus obras en español. Guardini era para mí un referente desde mis años de estudiante y me ilusionaba sobremanera conocerle. Pero, ¿podría hacerlo?
Al llegar al Colegio Español de Múnich, mis colegas se rieron a gusto cuando les pregunté cómo podría ver a Guardini, pues tenía fama de inaccesible. Pero yo intuía, por la lectura de sus obras, que esta opinión era falsa. Y acudí a la guía telefónica, con muy leve esperanza de encontrar su teléfono. Pero allí estaba. «Buena señal de que no quiere aislarse», me dije para animarme. Hasta tal punto no lo quería, que él mismo cogió el teléfono. Me quedé mudo al oír su voz. «Soy un joven sacerdote español, y quisiera verle», fue todo lo que se me ocurrió decirle. Pero, aunque fuera bien escaso, fue justo lo que tenía que indicarle, porque –según pude saber más tarde– a él le encantaba recibir visitas de sacerdotes. Me respondió sin dudarlo: «Pues venga esta tarde, si quiere». No podía creerlo y, para tomarme un respiro, le dije que iría al día siguiente.
La promesa
Me fui a las afueras de la ciudad, donde él vivía en una casa sencilla. Me abrió él mismo la puerta y me saludó con un afecto singular. No había conocido nunca a una «persona inaccesible» que me recibiera de esa forma… Al indicarle la tristeza que nos causaba su veto, pues la multitud de los hispanohablantes no teníamos acceso a sus libros, se puso de repente muy serio, y se quedó pensativo. Con el mayor respeto, le pregunté qué había pasado para que se viera obligado a tomar tal decisión, y me habló de ediciones pirata y publicaciones poco cuidadas. Entonces yo, de súbito, le hice la gran promesa: «Si me concede los derechos, cuidaré de por vida de que todo se haga en regla, las traducciones sean muy fieles y las ediciones como a usted le gustan: no lujosas, pero sí pulcras». Medio sonriendo, me preguntó si se lo decía en serio. Muy convincente debió de haber sido mi respuesta porque me concedió los derechos de todas sus obras. Llamó por teléfono a su editor, Hans Waltmann, y le dijo que me diera un ejemplar de cada una. Así comencé a formar la Biblioteca Guardini, que me ha permitido hasta hoy difundir el pensamiento del maestro y orientar a muchos editores en la edición de nuevas publicaciones.
Fue uno de los momentos más dichosos de mi vida, y hasta hoy procuré cumplir mi promesa. Presenté un buen número de traducciones con amplios prólogos, revisé muchas traducciones, incluso las rehice en más de una ocasión y cuidé, en cuanto pude, la presentación de los libros. Aunque todo ello me exigió tiempo y esfuerzo, sin apenas remuneración alguna –pues lo hacía en virtud de la promesa–, hoy me siento sobradamente compensado al ver editadas en español buen número de sus homilías –sobre el padrenuestro, la sabiduría de los salmos, la primera epístola de san Juan…–, sus clases universitarias –por ejemplo, las incluidas en las magníficas obras La existencia del cristiano y la Ética–, y obras decisivas para tantos cristianos como El espíritu de la Liturgia, El sentido de la Iglesia, El Señor, La esencia del cristianismo…
Claves de su pensamiento
Mi larga estancia en Múnich me permitió ver a Guardini en clase, en la Misa dominical y tres veces en la intimidad de su despacho. Poco a poco fui descubriendo que una clave para entender a fondo su importante obra es su melancolía y su veta mística: «La esencia radical de la melancolía consiste en nostalgia de amor en todos sus grados; desde la sensibilidad más elemental hasta el amor más alto del espíritu», escribe en Sobre el sentido de la melancolía. «El hombre melancólico ansía encontrar al Absoluto, pero al Absoluto visto como amor y belleza».
Este tipo de melancolía suscitó en el ánimo de Guardini un profundo interés por el Diario espiritual de una escritora francesa, de seudónimo Lucie Christine. Su elevación espiritual lo llevó a traducirlo al alemán, con un lenguaje cuidadísimo, bajo el título de Geistliches Tagebuch. «Yo amo la mística –escribe en una carta a Richard Knies–; sé que en ella se esconden tesoros de extraordinaria nobleza […]. ¡Tengo un respeto sagrado hacia estos educadores del alma!». Esta alta estima de la vida mística explica buen número de los rasgos que caracterizan su vida y su obra.
La caducidad de la vida y la tensión hacia lo alto. Guardini poseía una sensibilidad exquisita para todo lo bello, pero, ante ciertas manifestaciones refinadísimas de belleza, sentía una honda tristeza si no veía latir en ellas el espíritu de Dios. Ese amor a lo bello sin límites, a la obra bien hecha, a la acción lograda le instó en todo momento a perfeccionarse sin cesar: mejorar el estilo, la forma de presentar la Buena Nueva, vivir la liturgia, comprender la experiencia religiosa, descubrir cómo late esta experiencia en grandes obras de la literatura… Para ello tenía que cultivar el recogimiento y la soledad.
El espíritu de oración. Para Guardini, «orar es ir a Dios con toda el alma», tanto en la acción litúrgica como en la oración privada. Un día me confesó que debemos cultivar por igual las dos formas de oración, pues, bien vistas, se complementan, por cuanto son dos modos distintos de contemplación.
La liturgia «parece abismarse enteramente en la contemplación, adoración y glorificación de la verdad divina –dijo en El espíritu de la Liturgia–, y despreocuparse de las pequeñas necesidades de cada día. De ahí también su poco interés en dedicarse directamente a formar y educar en la virtud. […] Ello se debe a que sabe muy bien que quien vive en ella se sitúa en la verdad, y alcanza la salud y la paz de su ser más íntimo». Y, en El rosario de Nuestra Señora, afirmaba que durante su rezo hemos de permanecer, con «paciencia amorosa», en el «espacio sacro» formado por el ensamblamiento de los misterios de la vida de Jesús y la vida de María. «Permanecer ahí nos hace bien».
Al entrar en ese espacio vital, el hombre participa de la vida de Dios, y «la fuerza de Dios entra en su alma» –Cartas sobre la formación de sí mismo–, y esta vive «desde la fuente de la energía». Al salir de casa, comenzar una oración o iniciar una acción significativa, nos signamos con toda seriedad, conscientes de que, con ello, inscribimos todo nuestro ser y nuestro obrar en el ámbito sagrado abierto por las tres personas de la Trinidad y nos disponemos a vivir trinitariamente. Este ámbito se abre al hacer la señal de la cruz con plena conciencia de lo que significa: «Haz la señal de la cruz despacio, con la mano y con la mente; hazla amplia, de la frente al pecho, de hombro a hombro. ¿No sientes cómo te abraza por entero? Procura recogerte; concentra en ella tus pensamientos y tu corazón según la vas trazando, y verás que te envuelve en cuerpo y alma, se apodera de ti, te consagra y santifica. Entonces sentirás lo fuerte que es».
Necesidad de ver al hombre desde Dios. En la prodigiosa década de 1920 a 1930 –en la que se gestaron obras filosóficas y teológicas de alta calidad–, se adoptaron dos métodos de dirección opuesta para entender el ser del hombre y su sentido: el método «de abajo arriba» y el «de arriba abajo». Guardini se adhiere decisivamente a este último en un opúsculo que encierra –según me confesó en cierta ocasión– el núcleo de todo su pensamiento antropológico: Solo quien conoce a Dios conoce al hombre, texto de una conferencia pronunciada en el 75º Katholikentag (día de los católicos), celebrado en Berlín en 1952. En ella, afirmó que «el hombre sabe quién es en la medida en que se comprende a partir de Dios. […] Esta es la ley fundamental de todo conocimiento del hombre». Esta idea de que solo quien conoce a Dios conoce al hombre ejerció un papel directivo en los textos del Concilio Vaticano II, así como en el pensamiento filosófico y teológico de san Juan Pablo II.
A la vuelta de tantos reduccionismos que intentaron depreciar la figura del ser humano –por la nostalgia que desde 1918 sienten no pocos pensadores hacia el mundo infrapersonal, infracreador, infrarresponsable–, el pensamiento de Guardini sigue mostrándonos con nitidez que su verdad más profunda la consigue el hombre por vía de elevación, no de descenso.
El secreto de la armonía
La recuperación del estado de paraíso. Frente a la pretensión desmedida de autonomía que caracterizó a la Edad Moderna, tenemos hoy motivos sobrados para aceptar los dones primarios: una existencia finita, una libertad vinculada, un corazón afanoso de felicidad…, pues todo ello nos vino ofrecido por un Ser infinitamente poderoso que nos creó voluntariamente por amor para hacernos el honor de llegar a sernos infinitamente íntimo. «Mi existencia es un misterio –explicó en La existencia del cristiano–. Así tiene que expresarse todo el que quiera penetrar en lo esencial […]. Solo estoy en armonía conmigo mismo, solo entiendo mi existencia en la medida en que me acepto a mí mismo como procedente de la libertad de Dios».
Por eso, mi actitud básica en la vida ha de ser de aceptación. He de aceptarme en lo que soy, con todas sus implicaciones. Fui llamado por Dios a la existencia amorosamente, y debo responder con agradecimiento. Verse llamado a la existencia por amor y destinado a crear vínculos de amor en una comunidad de creyentes –que vibran con el mismo ideal de la unidad– es sentirse inmerso en un estado de paraíso.
La relación profunda entre vivir la liturgia y vivir la Iglesia. Guardini descubrió a la vez el profundo valor espiritual de la liturgia y la importancia decisiva de que la Iglesia «despierte en las almas», de que los fieles no solo vivan en la Iglesia sino que vivan la Iglesia. Vivir la Iglesia significa ir a Dios en comunidad, aunarse para alabarle en cuerpo y alma conjuntamente. Vivir la liturgia implica participar en los actos reglados y serenos de alabanza, súplica, reconciliación y comunión de un grupo de peregrinos que se detienen para celebrar, gozosos, la gran fiesta del encuentro con el Señor.
Un hombre de Dios
A medida que fui ahondando en el espíritu de Guardini, más claro se me hizo que era, de verdad, un «hombre de Dios». Bien lo expresó su esquela mortuoria con estas sencillas y definitivas palabras: «Romano Guardini, siervo del Señor». De ahí mi satisfacción al saber que, recientemente, en su tierra adoptiva se introdujo su causa de canonización.