Desde el instante en que nuestros hijos pisan el colegio por primera vez, el cole entra en nuestros hogares y se convierte en tema de todas las sobremesas, durante un montón de años. Se lo escuché decir a un amigo en una reunión de la Asociación de Padres, y cada día tengo ocasión de comprobar cuánta verdad encierra esta afirmación.
Casi todas las cosas importantes del día (por supuesto, no todas) suceden en el patio, en la clase o con sus compañeros. Cuando ellos me cuentan, yo intento poner ojos de búho y orejas de elefante (así explicaba mi hija Irene, de pequeña, cómo es la actitud de escucha), para no perderme ni un detalle. Pero a veces sucede que esos momentos importantes son compartidos, y la familia está al completo, con otras familias y el resto de la comunidad educativa.
Sucede, por ejemplo, los domingos que se celebra la Eucaristía en el colegio. Ojalá pudiera ser todas las semanas.
Una de estas celebraciones me ha regalado en los últimos meses un momento especial, que me gusta recordar, para dar gracias por que esa familia esté en el colegio y por que mis hijos compartan horas de juego con ese niño. Ya habíamos comulgado casi todos, cuando una madre se acercó a la fila, con un niño que no se movía como los demás. Yo intentaba ser discreta y no mirar, pero era casi imposible no hacerlo. Mi hijo Ángel, además, me pidió que lo hiciera, para que supiera quién era ese niño del que me había hablado tantas veces y que también había ido ese día al colegio, a celebrar la Eucaristía con el resto de compañeros. Se trataba de un niño que algunos días asiste a su colegio, AUCAVI (Autismo y Calidad de Vida), y otros al Real Colegio Nuestra Señora de Loreto, en un proyecto de integración que ambos centros han puesto en marcha con la ayuda de unos profesionales estupendos.
La información empezó llegándonos con cuentagotas, pero a los niños lo diferente les atrae muchísimo y ellos juegan con la ventaja de que no entienden de protocolos y su curiosidad puede más que el sentido de prudencia. Hacen bien.
Dos años después de que esta experiencia comenzara en el colegio de mis hijos, son muchas las sobremesas en las que ha salido el tema. Es sorprendente la naturalidad con la que ellos aceptan las diferencias y la sensibilidad que están desarrollando para entender determinados comportamientos.
Sin duda, es una riqueza para niños, maestros y familias, que tenemos el reto de aprender juntos a aceptar la diversidad como algo normal para que no sea necesario hablar de inclusión, sino de convivencia. Esta asignatura extra está resultando ser una gozada, una importante lección de vida para todos.
Me siento afortunada por esta oportunidad que el colegio brinda a mis hijos, y que me llega a través de sus comentarios. Pero no sólo a través de las Eucaristías; también yo puedo participar en esta experiencia de integración, celebrando la fe con ellos y sus familias.