Me vais a permitir que comience con un poema de Gerardo Diego, Creer, escrito en 1943:
Porque, Señor, yo te he visto. / Y quiero volverte a ver / quiero creer.
Te vi, sí, cuando era niño / y en agua me bauticé, / y, limpio de culpa vieja, / sin velos te pude ver. / Quiero creer.
Devuélveme aquellas puras / transparencias de aire fiel, / devuélveme aquellas niñas / de aquellos ojos de ayer. / Quiero creer.
Limpia mis ojos cansados, / deslumbrados del cimbel, / lastra de plomo mis párpados / y oscurécemelos bien. / Quiero creer.
Ya todo es sombra y olvido / y abandono de mi ser. / Ponme la venda en los ojos. / Ponme tus manos también. / Quiero creer.
Tú que pusiste en las flores rocío/ y debajo miel, / filtra en mis secas pupilas / dos gotas frescas de fe. / Quiero creer.
Porque, Señor, yo te he visto / y quiero volverte a ver, / creo en Ti y quiero creer.
¿Te has preguntado quién soy yo, de verdad? En nuestra sociedad y cultura, tremendamente fragmentada, abundan viajeros que perdieron el norte. Está esa enfermedad que llamo de las tres D: desdibujamiento, desesperanza, desorientación. Con ella quiero expresar que hay soñadores que no saben aceptar las limitaciones de la condición humana; hay náufragos del absoluto, su barca se hunde bajo el azote de vientos cuyo origen a menudo les es desconocido; también hay algunos que se han unido a la corriente de esa civilización que quiere construirse sin alma, y que provoca desilusión, desesperanza, vacío, que crea descartes y que es incapaz de atreverse a asumir que su gran tarea es hacer la cultura del encuentro. Para ello es necesario no coger el primer salvavidas que se presente. Os lo aseguro: hoy la cuestión de Dios no es secundaria. Es fundamental la cuestión de la verdad para construir el presente y el futuro. Por eso, ¡qué importante es conocer a Jesucristo! ¡Qué importante es la fe! De vivir creyendo a no creer la diferencia es abismal. Es verdad que la fe es un don. Y, como todo don, se puede acoger o rechazar. Doy las gracias a todos aquellos que me dieron a conocer y me enseñaron a vivir y a dar a conocer a Jesús. (…) Os invito a vivir siendo discípulos misioneros, que en definitiva es hacer sentir pasión para que en este mundo nuestro se haga visible Jesucristo (…).
Hoy existe la tentación de quedarnos sólo en que el mundo no entiende a la Iglesia y que la juzga únicamente por apariencias externas, e incluso por las faltas de sus miembros. Aun siendo esto verdad, podemos debilitar nuestra mística misionera si es que nos quedamos en esto. Es necesario que cada uno de los cristianos, y todos en conjunto, tomemos conciencia de nuestra esencia y dignidad. (…) ¿Cómo has llegado a formar parte de la Iglesia? Por el Bautismo somos miembros de Cristo, hemos sido incorporados a la Iglesia y a su misión. Por eso, «evangelizar constituye la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar» (Pablo VI, Evangelii nuntiandi, 14). Tomando conciencia de nuestra vida, de lo que somos, de lo que Cristo hizo en nosotros a través de la Iglesia entregándonos su propia vida, recobremos el entusiasmo del anuncio. El Bautismo es la fuente de la vida nueva en Cristo.
«El Evangelio está a tu favor»
La Iglesia entregará la esperanza que salvará al mundo. En un mundo como el nuestro que, teniendo necesidad de Dios, sin embargo tiene ciertas sospechas sobre Él y sobre la Iglesia, ¿imagináis qué fuerza tendría decir a los hombres, aquí y ahora, con seguridad, con fundamentos, con evidencias de testigos, que el Evangelio no está contra ellos, sino que está a su favor? Pensemos en lo que sucedería si cada uno de nosotros asumiésemos la responsabilidad que nace de nuestro Bautismo y de ser miembros vivos de la Iglesia de salir por los lugares donde hacemos nuestro vivir diario, y a cada persona que nos encontrásemos la dijésemos: «¿A qué tienes miedo?, te lo aseguro, el Evangelio no está contra ti, está a tu favor». Y, al mismo tiempo, pudiéramos mostrar que la esperanza que proponemos de cambio del mundo no está basada en unas metas utópicas, sino que ésta tiene para nosotros un nombre propio: Jesucristo. De tal manera que, frente a las sombras de la realidad que están ahí, ofreciéramos el Evangelio tal y como san Juan Pablo II nos decía en Ecclesia in Europa, anunciando, celebrando y sirviendo el Evangelio de la esperanza o, como nos dice el Papa Francisco, viviendo y llevando la alegría del Evangelio a todos los hombres.
Estamos asistiendo al nacimiento de una nueva cultura: ¿qué hacemos los cristianos? Es ocasión de gracia para poner de relieve la novedad radical que supone acoger la vida nueva que ha traído Jesucristo, y que tan bellamente nos ha descrito san Juan Pablo II en la Carta Novo millennio ineunte con estos términos: Un rostro para contemplar; Caminar desde Cristo; Testigos del amor. Novedad que podríamos describir diciendo que Dios no necesita defensores, sino testigos. Necesitamos ser testigos de la fe, sin complejos ni agresividad, humildes, bastante lúcidos para amar nuestra época y discernir sus grandezas y sus límites, respetuosos con el caminar de Dios en el corazón de cada cual, ya que es Él quien pone el ritmo. Con el Papa Juan Pablo II os hago la misma pregunta que le hacían a Pedro y a los demás apóstoles: «¿Qué hemos de hacer, hermanos?» (Hch 2, 37). La respuesta nos la entrega también el Santo Padre: «No se trata de inventar un nuevo programa. El programa ya existe… Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en Él la vida trinitaria y transformar con Él la Historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste…».
Esto mismo nos dice el Papa Francisco en la Exhortación Evangelii gaudium. Tenemos necesidad de un encuentro con Jesucristo. Volvamos la mirada a Él. La Belleza que salvará el mundo, que es el mismo Jesucristo, tiene un itinerario imprevisible. Tenemos necesidad urgente de dejarnos guiar por Él para vivir todo un camino que haga creíble la Belleza que salvará a este mundo. Sólo será posible si tenemos un encuentro con Jesucristo a la manera que lo tuvieron los apóstoles: encuentro con el Salvador del mundo. De esa Belleza, que viene de lo alto, debe y tiene que alimentase el discípulo de Jesús, que tiene que hacerse siempre de nuevo su anunciador para compartirla con quien no la conoce y con quien va en su búsqueda. Déjate guiar por el Señor y hazlo creíble en este mundo, sabiendo que Él es la Belleza que salva el mundo.