La antibiblioteca, espejo de pequeñez - Alfa y Omega

Umberto Eco decía que no hay que fiarse de las casas con pocos libros. El escritor italiano acumulaba en su biblioteca personal más de 30.000 volúmenes, y cuando algún visitante le preguntaba si los había leído todos, respondía con una sonrisa irónica: «Claro que no, ¿y usted su biblioteca entera?». Para él, los libros no eran trofeos de caza, sino un arsenal de posibilidades, un recordatorio de lo mucho que nos queda por aprender. A eso lo llamaba su antibiblioteca.

Reconozco que comparto ese vértigo. En mi casa, los libros se multiplican como la hiedra: trepan por estanterías insuficientes, se amontonan en pilas inestables, aparecen en rincones insospechados. Los que esperan siempre son más que los que he terminado. Y, sin embargo, he aprendido a ver en ese exceso no un fracaso, sino un espejo de mi pequeñez.

Cada libro pendiente es un sacramento de humildad. Frente a la tentación de creer que ya sabemos lo esencial —de la vida, de los demás, de nosotros mismos e incluso de Dios—, los lomos cerrados de los volúmenes susurran nuestra ignorancia frente a la vanidad lectora. Son como guardianes de lo desconocido, vigías que nos recuerdan que apenas hemos arañado la superficie.

Eco coleccionaba, digamos, posibilidades. La antibiblioteca es, en el fondo, una parábola: lo importante no es tachar títulos de una lista, sino dejarse sorprender por lo que todavía no sabemos. Porque la vida no es conquistar, es abrirnos. Y no hay trofeo que valga más que el asombro intacto.

Y tal vez, en esa espera silenciosa, se esconde también una pedagogía: la del aplazamiento, la de aceptar que hay páginas que todavía no nos pertenecen porque aún no somos quienes deben leerlas. Leerlas demasiado pronto sería desperdiciarlas; demasiado tarde, perderse lo que pudieran enseñarnos. En ambos casos, la impaciencia es mala consejera.

Quizá por eso, cuando me asomo a mis estantes imposibles, dejo de sentir la ansiedad de quien corre detrás de un inalcanzable y vuelvo a reconocer que la pequeñez no es defecto, sino condición para la gracia. Porque hasta en la montaña de lo no leído late una promesa: que lo mejor está por llegar. Y, mientras tanto, basta con aceptar que en esta biblioteca inacabada se cifra, de algún modo, la parábola de nuestra vida: mucho más pendiente que conquistada.