Una colección en marcha - Alfa y Omega

Podría hablarle, querido lector, de los muchos beneficios que tiene poner una colección en su vida. Aclarando, primero, que no hablo de una colección de esas preconfiguradas por fascículos y que se venden en quioscos, sino de una concebida ad hoc por el coleccionista, buscada y deseada. Una colección de la que, a veces, sabemos muy poco —pues todas tienen algo de personalidad propia y terminan llevándonos por su propio camino— y, en todo caso, de la que siempre conocemos cómo empieza, pero nunca cómo acaba.

Cuando hablo de coleccionismo me viene al pensamiento, inevitablemente, aquel personaje de Zweig de su opúsculo La colección invisible. Aquel viejo y ciego coleccionista de grabados cuya mujer e hija deciden vender su valiosísimo tesoro para salir de las penurias económicas causadas por la inflación tras la Primera Guerra Mundial. Mujeres que, para evitar que marido y padre —aún ciego— se entere de la argucia, por cada grabado original que extraen del muestrario insertan una copia falsa. Un día el viejo quiere mostrar su colección a un pasante de arte que descubre toda la treta, viéndose en la tesitura de participar de ella o levantar el velo. Ya leerá usted su decisión.

En cualquier caso, les decía que hablar de coleccionismo me lleva, de nuevo de manera inevitable, a pensar en esa felicidad del coleccionista que, ciego o no, engañado o no, pobre o rico, disfruta de su colección completa y, tanto más, de la que está haciéndose, de la que está por concluir, de la colección en marcha. Pues el mayor regalo que nos da una colección es el ir haciéndola. Cuando uno frecuenta rastros, librerías de viejo o anticuarios corre el riesgo de encontrarse con esa cara satisfecha y orgullosa del coleccionista que, habiéndose encontrado con ese libro o ese objeto que le faltaba, saca su cuaderno sobreabultado, de páginas amarillentas y cerrado con gomas, y con un lápiz al que se le ha sacado demasiadas veces punta hace el feliz gesto de tachar del listado por cumplir el nombre del tesoro que acaba de encontrar.

Ese gesto feliz, ese tachado alegre me recuerda, una vez más, aquella vieja y certera frase, creo que de Goethe, que dice que «los coleccionistas son gente dichosa».