Agradezco compartir lo que me ha brotado en el corazón. Expresarles tres palabras a las que don Fidel, en este largo recorrido tan importante en mi vida sacerdotal, ha dado contenido, y que desde el silencio, la cercanía y la discreción de un secretario he podido ir observando.
En primer lugar, la inteligencia, la que pedimos al Padre en el salmo 89, quizás de los preferidos de don Fidel: «Dame un corazón sensato para adquirir sabiduría». Esta es la fuente en la que este hombre profundamente creyente y puesto en las manos de Dios ha fundamentado su vida. La inteligencia de un hombre prudente, de sólida formación y sentido del humor. Ponderado, con capacidad de gobierno, que sabe, en medio del trabajo intenso –muy intenso– y de las dificultades, buscar siempre lo más conveniente, lo que humaniza, lo justo, lo bueno, lo mejor; para tender puentes, como le gusta repetir; «para que tengan vida» (Jn. 10, 10), como reza su lema episcopal. Y prestar un humilde, fiel y eficaz servicio a la Iglesia, no solo a través del querido cardenal Rouco, sino a toda la diócesis de Madrid, a cuyo servicio ha estado estos años como obispo auxiliar y todos sus años de sacerdocio.
La segunda expresión que quiero subrayar es la bondad. Uno de los salmos que con más naturalidad le he oído explicar es el 22: «El Señor es mi pastor». Un buen pastor. Este es su estilo, el de la misericordia, el del Evangelio: el corazón acogedor que ofrece confianza, que siempre ayuda al hermano, que conoce, ama y se implica. Lo he percibido en sus encuentros con cada persona, en su atención a los más necesitados, en las numerosas visitas pastorales a las parroquias de Madrid, en el compromiso y solicitud con los sacerdotes, el afecto a la vida consagrada, al Seminario, en la mirada y la escucha siempre atenta, en su eficaz tarea en la Curia de Madrid: «No duerme ni reposa el guardián de Bailén» (sede del Arzobispado de Madrid), repetían con gracia quienes le conocen.
La última palabra es el regalo que me ofrecía al final de cada una de las jornadas que hemos compartido, y es la que considero que mejor define a don Fidel: la gratitud. Nunca me he ido a casa sin un «¡gracias!». La gratitud del hombre humilde y creyente al que gusta repetir: «¡Sé de quién me he fiado!» (2 Tim 1, 12); el que sabe que todo lo ha recibido de Dios, que percibe como un regalo su vida, que agradece en cada momento las mediaciones humanas, que sabe de la importancia del otro en su vida: su querida y anciana madre, doña Amparo, su entrañable familia, sacerdotes, catequistas, maestros, amigos, colaboradores; sus raíces abulenses. Una gratitud inmensa a la Iglesia y un amor agradecido a la Santísima Virgen, siempre presente en su vida. Y todo esto vivido con naturalidad, en lo cotidiano, en lo sencillo.
Permítame, don Fidel, que, en nombre de tantos, sea yo el que hoy rompa mi silencio de secretario y le manifieste un profundo, merecido y emocionado agradecimiento, y que en esta ocasión haga mía –nuestra– su palabra más repetida: ¡Gracias!
Andrés Ramos Castro
Secretario de monseñor Herráez