Humildad
Sábado de la 30ª semana del tiempo ordinario / Lucas 14, 1. 7-11
Evangelio: Lucas 14, 1. 7-11
Un sábado, entró Jesús en casa de uno de los principales fariseos para comer y ellos le estaban espiando.
Notando que los convidados escogían los primeros puestos, les decía una parábola:
«Cuando te conviden a una boda, no te sientes en el puesto principal, no sea que hayan convidado a otro de más categoría que tú; y vendrá el que os convidó a ti y al otro y te diga:
“Cédele el puesto a este”.
Entonces, avergonzado, irás a ocupar el último puesto.
Al revés, cuando te conviden, vete a sentarte en el último puesto, para que, cuando venga el que te convidó, te diga:
“Amigo, sube más arriba”.
Entonces quedarás muy bien ante todos los comensales.
Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».
Comentario
Jesús nos pide humildad. La imagen que usa del banquete se remite a un ámbito aparentemente social. Pero Jesús nunca separa lo social de lo interno. Además, de hacerlo, la paradoja que propone Jesús contendría una falsa humildad: la humillación sería solo un medio para el fin orgulloso, porque se buscaría en realidad la glorificación. No son pocas las veces que nosotros nos mostramos humildes para que otros nos glorifiquen.
En ese sentido, me parece que es necesario escuchar en la imagen la música del banquete celestial. Cada banquete con Jesús lo es. Cada Eucaristía es imagen de ese banquete, como cada comida con Jesús en el Evangelio. Como lo es también esa comida con fariseos, aunque ellos no se den cuenta. Se trata de compartir la vida con Jesús, de vivir de su vida.
En ese contexto la referencia a la humildad tiene que ver con la salvación y está criticando la posición de los fariseos: su falta de humildad buscando los mejores puestos tiene que ver con la pretensión que tienen de salvarse a sí mismos, de llegar al mejor lugar del banquete celestial por sus solos medios, por su sola justicia.
Humillarse para ser ensalzado, entonces, es vivir de la gracia. Humildad es, entonces, reconocer la propia miseria para suplicar que sea la gracia la que nos lleve más allá de los que nunca hubiéramos merecido. La humildad no es aquí impostada, porque toma consciencia de la propia bajeza, y no necesita encubrirla situándose por encima de ella; tampoco mira a lo alto reclamando como un derecho esos lugares altos, sino que aspira a estar junto a Cristo por el amor que gratuitamente nos ha profesado.