Homo habilis - Alfa y Omega

Mi hijo mayor, Jaime (12 años ya…), está enganchadísimo al parkour. El parkour es un nuevo deporte urbano que consiste, en esencia, en ir de un punto a otro de la ciudad en línea recta; de ahí la necesidad de desarrollar una gran flexibilidad corporal y coordinación motriz para superar cualquier tipo de obstáculo de un salto.

Cuando, aterrados, me preguntan mis amigos qué pienso acerca de la nueva afición de Jaime, les respondo que puede más mi asombro ante su temerario arrojo que mi miedo a que se rompa algo. Es totalmente cierto: me quedo siempre embobado viéndole esforzarse por encontrar soluciones a las dificultades que se le presentan: el control del impulso, la búsqueda del equilibrio y la compensación de fuerzas de su cuerpo para aprovechar las inercias y así clavar el salto y no perder pie… una miríada de minúsculos detalles técnicos que le permiten salvar distancias que, a primera vista, parecen inabordables. El resultado es un salto liviano y lleno de armonía, que parece ejecutado casi sin esfuerzo, digno de un bailarín de ballet o de un patinador artístico.

Leí hace no mucho una entrevista al exfutbolista danés Michael Laudrup, considerado unánimemente uno de los más elegantes que ha habido nunca. En un momento, como era de esperar, el entrevistador le preguntó por sus célebres pases sin mirar, a lo Magic Johnson. Laudrup le respondió así: «Quedaba bonito, pero no era un adorno, era algo útil. Así engañaba a los defensas porque, al recibir el balón, todo el mundo me miraba: “¿Qué va a hacer?”. Y yo les guiaba con la mirada hacia un lado y mandaba la pelota hacia el otro […]. Detalles así casi siempre salen por necesidad, no por hacer algo bonito o por capricho. Es pura lógica: por encima de la defensa siempre va a haber espacio». En estas palabras de Michael Laudrup encontré la clave que explica la admiración que me provocan los arriesgados saltos de mi hijo: la belleza de un gesto es el resultado estético de su perfecta ejecución; no hay que tratar de hacer las cosas de una manera bella, sino buscar hacerlas de la mejor manera posible; así serán bellas y no amaneradas. Creo que se trata de una diferencia muy sutil, porque me parece trágicamente fácil caer en la trampa del efectismo y la afectación, y a ello ayuda que los contornos entre lo bello y lo cosmético muchas veces no sean sencillos de perfilar. ¿Cómo distinguirlos, entonces?

Me ayudó en su momento a clarificar esta cuestión la genial respuesta que le da el personaje de Jep Gambardella en La gran belleza (Paolo Sorrentino, 2013) a una de sus amantes, cuando esta le pregunta si le había gustado la noche que habían pasado juntos: «¿Por qué dices eso? Además, es muy triste ser bueno en algo, uno corre el riesgo de volverse hábil». Volverse hábil o la eterna tentación del virtuosismo. Qué bien visto por Sorrentino: estar pendiente de lucir las habilidades, de deslumbrar al público, de dejar bien claro al respetable lo bueno que se es en algo más que de disfrutar —en el sentido fuerte del término— lo que se está haciendo, de estar a corazón abierto ante las cosas, dejándose interpelar por ellas hasta el fondo.

Esta honestidad radical, que se juega dentro del corazón de cada uno, es la que relanza la energía creativa que nace del encuentro con el mundo. Hay una decisión innegociable que, conscientemente o no, ya se ha tomado de antemano: entregarse sin reservas al objeto, iniciando un baile inacabable en el que uno y otro salen transformados, transfigurados; o usarlo como excusa para la autocontemplación, la afirmación exacerbada del yo. Esta es la encrucijada desde la que, o bien se abre un camino no transitado, que no se sabe a dónde conduce, a través del cual se va desvelando el propio rostro y la verdad oculta de las cosas, o bien se decide seguir por la senda de la simulación y el fingimiento, en la que el rostro termina, sin casi darse uno cuenta, degenerando inexorablemente en máscara, y la honda conmoción va dejando paso al deslumbramiento y al trampantojo.

Esa es tal vez la inocencia: no una actitud naíf o la sublimación del amateurismo, sino una mirada asombrada ante la maravillosa imponencia de las cosas, sus formas y sus límites; ese espíritu de infancia que llevó a Eduardo Chillida a empezar a dibujar con la mano contraria, intuyendo los primeros indicios de una estéril habilidad: «Yo notaba que mi mano iba demasiado rápido y dejaba detrás a la cabeza y a la sensibilidad, a la emotividad y a todas las cosas que tienen que acompañar al arte. Lo único que había era una mano hábil, pero yo tenía que frenar lo peligroso de esto». Ojalá Jaime, haciendo parkour o cualquier cosa que le atrape, nunca olvide que el estilo no es un punto de partida, siempre previsible y repetitivo, sino el culmen de una relación, llena de amor y sacrificio de las propias imágenes, con el misterio de la creación.