«Hay que vencer al miedo»
El de 2014 puede llamarse ya el DOMUND del ébola. Los misioneros están en primera línea, ayudando en África a las víctimas de esta enfermedad
«Es normal tener prudencia, pero hay que vencer al miedo». Lo aconseja el misionero javeriano Luis Pérez, desde Makeni, uno de los distritos de Sierra Leona en los que el ébola ataca con más fuerza. Sólo la semana pasada, murieron 120 personas «que sepamos. Porque éstos son datos oficiales, pero sólo se contabilizan los que fallecen en los centros y hospitales, no los que mueren en sus casas», afirma. Este religioso español está relativamente tranquilo, «todo lo que puede estarse ante una situación como ésta», pero no niega «cierta aprensión».
El padre Luis se extraña de la exagerada alarma social que ha provocado en España la infección de Teresa Romero, o que la primera reacción política haya sido culpar a la enfermera. También le sorprende que haya habido que contratar a enfermeros en paro para tratar a la auxiliar, al negarse a hacerlo el personal del hospital. Cuando escucha que los padres de los alumnos de un colegio al que asiste el hijo de una enfermera del Hospital de Alcorcón han pedido que el niño no vaya a clase, no da crédito a la noticia. En Makeni también han prohibido que los niños vayan a la escuela, «pero, claro, es que hay aldeas enteras infectadas». Lo que no se ha visto por allí son tiendas cerradas por miedo al ébola, como en Alcorcón, ni particulares agotando las existencias de trajes de buzo, que, de todas formas, no hay.
En Makeni, donde mueren 20 personas al día, no hay pánico. Pero sí mucha prevención, «sobre todo ahora, que tenemos más información de la enfermedad». El Gobierno ha prohibido asistir a reuniones multitudinarias. «Podemos celebrar la Eucaristía, y con reservas, pero no dar catequesis, por ejemplo. Tampoco podemos montarnos en las motocicletas que se utilizan aquí como medio de transporte, saludar dándonos la mano o compartir comida, algo que antes era una cuestión de respeto», cuenta el padre Luis Pérez. «Como estamos limitados, y no podemos realizar muchas tareas pastorales, nuestra dedicación ahora es cuidar de las aldeas que están aisladas y repartir comida», explica el misionero javeriano. El reparto de alimentos -que donan otros vecinos a los enfermos- es complicado, porque las chozas que están en cuarentena tienen a cuatro o cinco policías custodiando la puerta para que nadie entre ni salga. «Tenemos que ir con la furgoneta y dejar las cosas en la carretera de enfrente», cuenta. Otro problema «son los niños que superan el ébola, pero sus familias no. Están en la calle, abandonados, porque los parientes los culpan de la enfermedad. Estamos viendo qué hacer con ellos».
Los misioneros javerianos no se plantean abandonar Makeni. «Nosotros nos quedamos aquí. Nuestra presencia es evangelización», explica el padre Luis desde su misión sierraleonense. «Estamos aquí para vivir para los demás. A las duras y a las maduras».
Hace unos días, un niño de diez años moría solo en las calles de Liberia, que podrían haber sido también las de Madrid, visto el modo de reaccionar que tenemos, nosotros, que llevamos el nombre de cristianos, y que hemos convertido la salud en nuestro particular baal. No pude por menos de recordar estas líneas conmovedoras que aluden al comportamiento que tuvieron los cristianos de Egipto, en el siglo III, después de haber sufrido la persecución, la guerra y el hambre. Entonces les sobrevino una peste, una epidemia incontrolable, Así respondieron:
«[…] En todo caso, la mayoría de nuestros hermanos, por exceso de su amor y de su afecto fraterno, olvidándose de sí mismos y unidos unos con otros, visitaban sin precaución a los enfermos, les servían con abundancia, los cuidaban en Cristo y hasta morían contentísimos con ellos, contagiados por el mal de los otros, atrayendo sobre sí la enfermedad del prójimo y asumiendo voluntariamente sus dolores. Y muchos que curaron y fortalecieron a otros, murieron ellos, trasladando a sí mismos la muerte de aquéllos y convirtiendo entonces en realidad el dicho popular, que siempre parecía de mera cortesía: Despidiéndose de ellos humildes servidores. En todo caso, los mejores de nuestros hermanos partieron de la vida de este modo, presbíteros -algunos- diáconos y laicos, todos muy alabados, ya que este género de muerte, por la mucha piedad y fe robusta que entraña, en nada parece ser inferior incluso al martirio. Y así tomaban con las palmas de sus manos y en sus regazos los cuerpos de los santos, les limpiaban los ojos, cerraban sus bocas y, aferrándose a ellos y abrazándolos, después de lavarlos y envolverlos en sudarios, se los llevaban a hombros y los enterraban. Poco después, recibían ellos estos mismos cuidados, pues siempre los que quedaban seguían los pasos de quienes les precedieron.
En cambio, entre los paganos fue al contrario: incluso apartaban a los que empezaban a enfermar y rehuían hasta a los más queridos, y arrojaban a los moribundos a las calles y cadáveres insepultos a la basura, intentando evitar el contagio y compañía de la muerte, empeño nada fácil hasta para los que ponían más ingenio en esquivarla». (Dionisio de Alejandría apud Eusebio de Cesarea, h.e. 7,22,6-10)
No es una invitación a descuidar las cautelas, sino, más bien, es una exhortación a poner la caridad para con los demás por encima de la propia salud. Como hizo Jesús con nosotros. La peste dejaba al descubierto el corazón de aquellos cristianos. También el nuestro. Si la sal se vuelve sosa…
Patricio de Navascués
Decano de la Facultad de Literatura Cristiana y Clásica (Universidad San Dámaso)