Se alza el telón y, como en la canción de Mecano, enseguida se percibe que no es serio este cementerio. Basado en la conocida novela de Mary Shelley que, independientemente del equipaje literario de cada cual, todos conocemos por las versiones cinematográficas del mito, Frankestein se desgarra en un musical, sin música en directo, que a fuer de ser pesado se convierte en una auténtica pesadilla.
La historia no necesita excesiva presentación. O quizá sí. Porque una cosa es la moda gótica de las Monsters High y los adolescentes crepusculares y otra distinta que se tenga claro cuál es el origen de tanto merchandising. A Frankestein o el moderno Prometeo, que es el título completo de la obra publicada en 1818, le sobra talento científico pero le falta un tornillo. Por eso el joven aprendiz de brujo juega a ser Dios y en esa sinrazón termina como un juguete roto, con el corazón lleno de grapas.
La intención del musical es loable, pone en escena a más de 40 artistas, y se presenta con aires de gran producción, pero el resultado final es funesto. El montaje es aburridísimo, con una escenografía demasiado plana; el omnipresente recurso coral de los zombis aburre a los muertos; apenas hay coreografías que pongan un poco de luz a tanta negrura; y en general la música original, de Santiago Martín Arnedo, aunque hay ocasiones en las que logra encender la chispa de la vida, naufraga en las aguas revueltas de la ópera gótica. Con todo ello, no es de extrañar que el público permanezca como una tumba y que se arranque a aplaudir tímidamente cuando llevamos ya más de media hora de función para reconocer el indiscutible talento vocal de los protagonistas, en especial del joven Frankestein, a quien da vida Julián Salguero.
El libreto de Myriam Carrascosa es denso, pero, contra lo que se anuncia en el programa de mano, carece de profundidad. Para colmo de males, la función estuvo cuajada de fallos en la iluminación y en el sonido, incluidos numerosos golpes de los actores a los micrófonos, por si no teníamos ya suficientes rayos y truenos en el guión. Se deja ver con gusto el vestuario de época que ha concebido José Antonio Riazzo y hay algunos instantes, por desgracia aislados, que apuntan hacia la poética visual que tanto se echa de menos en la función, como cuando los personajes principales intentan comprender la muerte para entender la vida o se hacen plenamente conscientes de que el amor todo lo puede. Demasiado poco. Se les escapa de las manos, como la criatura al endiosado creador.
Las dos horas y media se me hicieron eternas. Terroríficas. Mira que lo siento, pero me he llevado un mal susto. La culpa es mía: tenía que haber elegido muerte.
★★☆☆☆
Teatro Nuevo Apolo
Plaza Tirso de Molina, 1
Tirso de Molina
ESPECTÁCULO FINALIZADO