François Mauriac, en el aniversario de su nacimiento - Alfa y Omega

François Mauriac, en el aniversario de su nacimiento

Este próximo 11 de octubre se cumplen 130 años del nacimiento del periodista, crítico y escritor francés François Mauriac, conocido como uno de los más grandes escritores católicos del siglo XX, que abordó en sus obras, el tema del hombre sin Dios. Además fue ganador del premio Nobel de Literatura en 1952. Con este motivo, recogemos un artículo publicado en ABC, el 22 de julio de 1962

ABC

Procuro en estos artículos cumplir con el título general que los encabeza. Pensé, al principio, llamarlos «Retratos», pero eso no me satisfacía, porque no alcanzaba a representar mi propósito. No se trataba de situar a un hombre y pintarlo o fotografiarlo en determinada postura. Mi idea –esa que procuro, aunque acaso no siempre la consiga- era una presentación breve y «personal» de un individuo, en los aspectos esenciales de su obra y, sobre todo, en relación con la más importante de sus dimensiones vitales.

Hace unos días, al comentar a Paul Claudel, me sentía invadido por una sensación de profunda simpatía con el personaje. Creo que era, de todos los que hasta aquí he tratado, el que más atracción ejercía, con sus méritos y defectos, sobre mi ánimo. Al decidirme ahora a tratar sobre este otro gran escritor, Mauriac, se me vino a la mente que había escogido, por no se qué extraña sucesión de contrastes, al autor de una obra que me resulta, desde diversos puntos de vista, antipática. Y como existe una indudable comunicación entre la obra y su creador, esa distancia y esa desafección se me comunicaban insensiblemente desde los libros hasta quien los ha hecho.

Más de una vez, y en largo tiempo, me he preguntado a qué podía obedecer esta actitud mía respecto de Mauriac, cuando hay en sus novelas, ensayos y artículos algunos puntos capitales en los que participo decididamente. Entiendo que lo que en este escritor me produce antipatía es todo aquello que en él carece de luz, de espacio espiritual respirable y de verdadera alegría.

Palabra peligrosa. Hay, por lo menos, dos clases de alegría, la vana, pasajera, infecunda alegría del placer por el placer, esa que revienta en torpes contracciones o en carcajadas delirantes, y la otra, la honda, confiada, resurreccional alegría de vivir en el aire libre de las tres grandes fuerzas del hombre: creer, esperar, amar. Líbreme Dios de insinuar siquiera que la obra y los personajes de Mauriac carecen por completo de estos dones; pero suelen estar tan enterrados, tan encerrados y metidos en el sótano de sus vidas, que es preciso ir a buscarlos con una potente linterna, escudriñar los rincones de sus almas para encontrar una grieta por la que entre el sol de la auténtica alegría, aun en la última instancia de sus existencias.

Aunque renunciáramos a buscar en ellos esa lucerna de felicidad humana o teologal, nos hallaríamos en dificultades ante el problema de la justicia en Mauriac: de la justicia como virtud, y también como norma y equilibrio en las vidas y muertes de sus criaturas. En 1932 decía André Gidé en una nota: «Mauriac, sus estudios sobre Molière y Rousseau. Más hábiles que justos. Aquí o allá, siempre encuentra lo que buscaba, y sólo aquello que quería encontrar».

En el «Diario» de Mauriac, publicado muy fragmentaria y escasamente, encontramos algún recuerdo de su madre. La buena señora no se interesaba gran cosa por los libros de su hijo, y cuando leyó uno de ellos, le manifestó, por todo comentario: «No sabía yo que habías sido un niño tan triste», Mauriac reconocía, ante estas palabras maternas, que para una madre debe ser una gran prueba haber traído al mundo a un «saqueador de naufragios» que poblaba de monstruos la vieja y honrada mansión familiar.

No se puede negar que la naturaleza humana tiene una llaga en el centro de su consistencia. Fue la llaga que descubrió Baudelaire dando un tirón doloroso a la venda con que la había cubierto el empeño de creer que el hombre del siglo XIX, y todos los que le sucediesen, carecían de esa pústula que, como cualquier otra, no se puede curar con agua de rosas. Mauriac sabe que existe esa llaga, pero no parece decidido a aceptarla como un dolor que puede conducir a la verdad más luminosa. Al defenderse de sus críticos, dijo en una ocasión: «Si tu libro es una llaga, siempre habrá sobre él un círculo de moscas inmóviles». Pero sucede que un libro no debe ser una llaga, ni tampoco un pastel. Sobre todo cuando se empieza por mostrar que un sentido cristiano es lo que intenta dominar en ese libro. El cristianismo es dolor, pero también es gozo; sufrimiento y consuelo. Todo se une dentro de la conducta cristiana como en un milagro constante: la cruz y la transfiguración, pero a última hora la pregunta definitiva es: «muerte, ¿dónde está tu victoria?». En Mauriac esta pregunta no suele ser formulada. Parece haber olvidado unas palabras litúrgicas que citó en un artículo suyo hace casi medio siglo: «Ecce enim propter lignum venit gaudium in universo mundo».

¡Qué diferencia entre los personajes sufrientes de Claudel –desde Violaine hasta Mesa- y los de Mauriac! Bien analizó el judío Benjamín Crémieux (digo judío sólo para hacer ver que no era cristiano) ese pesimismo a ultranza en un estudio sobre «Thérèse Desqueyroux». En la actitud de algunos críticos ante esa novela y en particular ante el personaje de Thérèse, la envenenadora de su marido, había que ver menos un defecto de su autor que una prueba de la inestabilidad presente de los espíritus. Lo mismo en esa novela, que en «El beso al leproso», con el marido feo y enfermo y la mujer a quien su «catolicismo» le impedía encontrarse a sí misma, que en «Genitrix» o en «El mal», la necesidad de cada personaje es afirmarse fuera del conjunto, rompiendo su relación con otro, aislándose. Mas no cabe duda de que tenía razón John Donne cuando decía que ningún hombre es una isla.

Lo que le falta a los personajes de Mauriac –añadía Crémieux- es el amor a la conquista, «la alegría del esfuerzo humano que con tanta fuerza conocen los personajes de Claudel tan católico como Mauriac». Por mucho que el pecado oscurezca y corrompa la visión del mundo creado, la gracia está para recobrar esa visión. Los cristianos de los primeros tiempos solían decir una oración hoy por desgracia olvidada: gracias, Señor, por haber creado tantas cosas bellas y haberlas puesto aquí para nuestra alegría.

Hay, en fin, otro aspecto de Mauriac, manifestado particularmente en sus artículos, que suele ser irritante: su francesismo «chauvin» que le hace ver las pajas en los ojos ajenos sin ocuparse de los propios. Este es un mal que padecen las naciones y culturas que empiezan a notar su decadencia y se resisten a reconocerla. Hay ocasiones en que los escritos de Mauriac parecen inspirados en aquella formidable sandez de Chateaubriand, cuando decía: «Si para salvar a mi querida patria hubiese que hacer estallar al mundo, yo no vacilaría en destruirlo». Pero, mi querido René ¿dónde se iba usted a quedar sin ese soporte?

Páginas muy hermosas tiene el autor de «El desierto de fuego». Momentos de hondura trágica conmovedora: pero casi siempre a oscuras, como si se complaciera ante todo en hacer una sola persona viva de la agrupación de varios cadáveres. Estas últimas diez palabras son del propio Mauriac.

José María Souviron / ABC