Esperanza y futuro - Alfa y Omega

Esperanza y futuro

Alfa y Omega

«Ni siquiera el desempleo y la precariedad deben incitaros a probar la miel amarga de la emigración, con el desarraigo y la separación en pos de un futuro incierto. Se trata de que vosotros seáis los artífices del futuro de vuestro país, y cumpláis con vuestro papel en la sociedad y en la Iglesia»: así exhortaba Benedicto XVI, el pasado sábado, a los jóvenes libaneses, durante su visita al país de los cedros. El compromiso valiente que les pedía el Papa iba acompañado por el suyo propio, al afrontar la dificultad y los peligros de este viaje haciéndose presente ante ellos: «Nunca he contemplado —les dijo a los periodistas en el vuelo hacia Beirut— la posibilidad de renunciar a este viaje, porque sé que, cuando la situación se hace más difícil, más necesario es ofrecer este signo de fraternidad, de ánimo y de solidaridad».

¡Y bien que lo ha ofrecido! Lo ha hecho de un modo vivísimo en su encuentro con los jóvenes, subrayando que «la Iglesia es siempre joven», y por ello —les añadió— «confía en vosotros. Cuenta con vosotros. Sed jóvenes en la Iglesia. Sed jóvenes con la Iglesia». Sólo así «sois la esperanza y el futuro de vuestro país». Se lo decía el anciano Papa, en el que podían ver, como en su predecesor, esta verdadera juventud, que no envejece y es capaz de vencer las dificultades y los peligros, y de cambiar el mundo, y lo hacía igualmente con estas palabras: «Como el Beato Juan Pablo II, yo también os repito: No tengáis miedo. Abrid las puertas de vuestro espíritu y vuestro corazón a Cristo. El encuentro con Él —en expresión del comienzo de su primera encíclica, Deus caritas estda un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva».

La Iglesia, es verdad, no tiene un programa político y económico ni para el Medio Oriente, ni para el resto del mundo, pero sin su Luz, que es el mismo Hijo de Dios vivo y presente en ella, ¿acaso no están servidas las oscuridades de la injusticia y la violencia? El propio Benedicto XVI lo dice en su encíclica social, Caritas in veritate: «La Iglesia no tiene soluciones técnicas que ofrecer y no pretende de ninguna manera mezclarse en la política de los Estados. No obstante, tiene una misión de verdad que cumplir en todo tiempo y circunstancia en favor de una sociedad a medida del hombre, de su dignidad y de su vocación». Misión que él mismo ha cumplido de modo extraordinario en este viaje al Líbano. Al firmar, en la basílica de San Pablo, de Harissa, la Exhortación apostólica post-sinodal Ecclesia in Medio Oriente, cuya entrega era objetivo de su viaje, el Papa no decía algo ajeno a la política o la economía, sino todo lo contrario, cuando afirmaba que este documento «nos permite repensar el presente para considerar el futuro con la misma mirada de Cristo», a lo que no dudó en añadir: «Ahora es precisamente cuando hay que celebrar la victoria del amor sobre el odio, del perdón sobre la venganza, del servicio sobre el dominio, de la humildad sobre el orgullo, de la unidad sobre la división. A la luz de la fiesta de hoy -¡la Exaltación de la Santa Cruz!-, y con vistas a una aplicación fructífera de la Exhortación, os invito a todos a no tener miedo, a permanecer en la verdad y a cultivar la pureza de la fe».

Al día siguiente, en su encuentro con los miembros del Gobierno, instituciones de la República, cuerpo diplomático, responsables religiosos y representantes del mundo de la cultura, el Santo Padre dejaba bien clara la pertinencia de la fe para la vida, en todas sus facetas, incluida la política y la economía. La fe, que llena de sentido e ilumina el valor de toda persona humana, ¡cómo no va a tener que ver con el modo de vivir y de organizar la sociedad! «Un país es rico, ante todo —les dijo—, por las personas que viven en su seno. La cohesión de la sociedad está asegurada por el respeto constante de la dignidad de cada persona», y así «hay que volver incansablemente a los fundamentos del ser humano. La dignidad del hombre es inseparable del carácter sagrado de la vida que el Creador nos ha dado». En el vuelo a Beirut, ya lo dijo bien claro a los periodistas: «Es tarea nuestra iluminar y purificar las conciencias y mostrar claramente que cada hombre es imagen de Dios». Sin esta luz y esta purificación —les dijo a los políticos y responsables públicos—, «no será posible construir la paz verdadera». Y lo subrayó con fuerza: «Lo que une es justamente el común sentido de la grandeza de toda persona, y el don que representa para ella misma, para los otros y para la Humanidad. En esto se encuentra el camino de la paz. Ahí está la orientación que debe presidir las opciones políticas y económicas, en cualquier nivel y a escala mundial».

No habla el Papa en abstracto. Sabe bien que «la lógica económica y financiera quiere imponer sin cesar su yugo y hacer que prime el tener sobre el ser. Pero la pérdida de cada vida humana es una pérdida para la Humanidad entera. Ésta es una gran familia de la que todos somos responsables. Ciertas ideologías, cuestionando directa o indirectamente, e incluso legalmente, el valor inalienable de toda persona y el fundamento natural de la familia, socavan las bases de la sociedad». ¿No evocan estas palabras las del Beato Papa Juan Pablo II, hace ya exactamente tres décadas, en la madrileña Plaza de Lima? Sin duda vale la pena recordarlas aquí: «Hablo del respeto absoluto a la vida humana, que ninguna persona o institución, privada o pública, puede ignorar… ¡Nunca se puede legitimar la muerte de un inocente. Se minaría el mismo fundamento de la sociedad!». En Benedicto XVI en el Líbano, seguimos viendo la misma verdadera juventud que no envejece, única garantía de esperanza y futuro.

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