Escritores que piensen en sus lectores - Alfa y Omega

Hace unos días alguien compartió en Twitter una entrevista que otro alguien le había hecho a Arcadi Espada. No leí la conversación entera —eso habría sido ensañamiento, casi masoquismo—, pero sí una respuesta que da para artículo y quizá también para libro: «Cuando empieza a pensar en el lector, ya está cediendo soberanía. Uno ha de escribir, y ha de pensar, lo que a uno le parece bien, naturalmente teniendo en cuenta los inputs que recibe a lo largo del día».

Muchas personas opinan como Espada; podría decirse incluso que la mayoría de las personas lo hacen. Según ellas, el escritor debe escribir lo que él estime conveniente, oportuno, razonable, sin preocuparse demasiado, ¡sin preocuparse nada!, por sus lectores. El escritor, a su juicio, no debería detenerse a pensar si lo que se dispone a escribir gustará o no a quien lo lea. Tiene que guiarse por su conciencia y por su ingenio, hacer lo que ellos le dicten. Si quiere preservar su soberanía, su independencia, su libertad de espíritu, habrá de erigir un muro que lo separe de sus lectores, uno que imposibilite la comunicación con ellos. Habrá de enclaustrarse en una torre de marfil y pontificar desde ella. En caso de no hacerlo, vaticina Espada, terminará escribiendo para agradarles, degenerará en propagandista. Apenas habrá forma de distinguir su voz, corrompida por la fama y el éxito, de la de los impostores.

Comprendo esta opinión —qué mal cuando el escritor se desvive por el aplauso—, pero no puedo compartirla. Creo, al contrario, que pensar en los lectores es imprescindible, primero, y benéfico, después. Hacerlo le evita a uno muchos problemas. No hay mejor antídoto contra el bodrio, contra la divagación, contra la vanilocuencia. ¡Cuántos ladrillos menos se habrían arrojado al mercado si sus autores, si sus editores, hubieran dedicado un puñado de segundos a pensar en el lector! ¡Cuántos versos de poetastros que ni escribir en prosa saben! Cuánta literatura intimista, autobiográfica, habría permanecido en ese cajón que nunca tendría que haber abandonado. Pensar en el lector no es un impedimento, qué va, sino una de las condiciones de la buena literatura.

Espada, además, reclama algo así como una excepcionalidad literaria, exige para los escritores un privilegio que a nadie se le ocurriría exigir para otros. ¿Acaso puede el cocinero no pensar en los comensales y sí, tan solo, en el propio lucimiento? Puede, cierto, y el resultado es la alta cocina contemporánea. ¿Acaso puede el artesano obviar el fútil detalle de que faena para alguien? ¿Acaso puede un cura de pueblo desentenderse de su feligresía y escribir el sermón dominical como Tomás escribió la Suma de teología, escribirlo como si fuera a pronunciarlo luego en el Areópago? No es solo que el escritor deba pensar en el lector; es que cuando escribe —courtoisie oblige— apenas debería pensar en otra cosa. No debería escribir un solo párrafo sin evaluar antes el efecto que provocará en quien lo lea: si lo entristecerá, si lo alegrará, si lo indignará, si lo conmoverá, si lo esperanzará.

Arcadi cree que el escritor es especial; yo replico que no lo es y que cabe exigirle lo que a cualquiera que haya sido bendecido con un don: que lo ponga al servicio de los demás. Que escriba lo que es bueno para sus lectores y no lo que a él le brote, que rinda su soberanía a una causa justa, que renuncie a la libertad de espíritu en apariencia para poder ganarla en verdad. Que piense primero en el lector y luego en sí mismo, que su ego vaya contrayéndose para poder dar a luz algo provechoso.

El escritor no puede desentenderse de sus lectores porque en ellos está su misión, que no es ni expresarse ni realizarse ni desahogarse sino una mucho más generosa. Descubrirles a los pocos, muchos que tenga un mundo de prodigios y milagros. Renovar su mirada, sacudir esa pátina de tedio y de desesperanza que, tras un sinfín de reveses, amarguras, sinsabores, se ha asentado sobre su retina. Recordarles la gracia de vivir incluso cuando la vida se vive a la intemperie, arrullarles en las noches de sombras y monstruos, construirles un refugio de papel y tinta en el que guarecerse durante la tormenta.

¿Puede hacer todo eso si apenas piensa en el lector? ¿Puede hacerlo desde su torre de marfil? ¿Puede hacerlo si se limita, como dice Espada, a escribir «lo que a él le parece bien»?