El día, llamado luego domingo, es el día de la asamblea, que se reúne para su culto propio, la Eucaristía, culto nuevo y diverso desde el inicio de aquel del sábado judío. En efecto, la celebración del Día del Señor es una prueba muy fuerte de la resurrección de Cristo, porque sólo un acontecimiento extraordinario e impresionante podía inducir a los primeros cristianos a iniciar un culto distinto al sábado hebreo.
Hoy como en ese entonces, el culto cristiano no es sólo una conmemoración de eventos pasados, y tampoco una particular experiencia mística, interior, sino esencialmente un encuentro con el Señor resucitado, que vive en la dimensión de Dios, mas allá del tiempo y del espacio, y que sin embargo se hace realmente presente en medio de la comunidad, nos habla en las Sagradas Escrituras y parte para nosotros el Pan de vida eterna. A través de estos signos, nosotros vivimos aquello que experimentaron los discípulos, o sea, el hecho de ver a Jesús y, al mismo tiempo, de no reconocerlo; de tocar su cuerpo, un cuerpo verdadero, si bien libre de lazos terrenales. El saludo tradicional, con el que se nos da el shalom, la paz, se convierte aquí en una cosa nueva. La paz que Jesús ofrece a sus amigos es el fruto del amor de Dios que lo ha llevado a morir sobre la cruz, a derramar toda su sangre. He aquí por qué el beato Juan Pablo II ha querido titular este domingo de la Divina Misericordia, con un icono bien preciso: aquel del costado traspasado de Cristo, del que brotan sangre y agua, según el testimonio ocular del apóstol Juan. Pero Jesús ha resucitado, y de Él vivo brotan los sacramentos pascuales del Bautismo y de la Eucaristía: quien los recibe con fe, recibe el don de la vida eterna.
(15-IV-2012)