En tres días - Alfa y Omega

En tres días

Dedicación de la basílica de San Juan de Letrán / San Juan 2, 13-22

Carlos Pérez Laporta
Maqueta de Jerusalén. Foto: Gerd Eichmann.

Evangelio: san Juan 2, 13-22

Se acercaba la Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo:
«Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre».

Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito:

«El celo de tu casa me devora».

Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron:

«¿Qué signos nos muestras para obrar así?».

Jesús contestó:

«Destruid este templo, y en tres días lo levantaré».

Los judíos replicaron:

«46 años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?».

Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Y cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y creyeron a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús.

Comentario

Hoy se celebra la fiesta de la dedicación de la basílica de Letrán, construida por el emperador Constantino como sede para los obispos de Roma. Se celebra en todo el mundo como signo de unión viva de toda la Iglesia junto con el Papa. Esa unión no es ideológica, ni sociológica ni política. La substancia de esa unidad es mística: la realidad única de la Iglesia católica es la del cuerpo de Cristo. Por eso Jesús hablaba de su cuerpo cuando decía «destruid este templo, y en tres días lo levantaré».

Todo el Evangelio de hoy nos indica el único camino posible para una verdadera celebración de la unidad de la Iglesia. Es necesario permitir que Jesús purifique nuestro interior con toda su fuerza. Debemos dejar que Jesús tire por tierra todas nuestras resistencias, todos nuestros comercios interiores, con los que diluimos la salvación de Dios: porque si no creyéramos no estaríamos aquí, pero todos tenemos nuestros pequeños mercadeos, por las que ponemos nuestra confianza en otras cosas, incluso piadosas, pero que no son Dios. Debemos dejar que vaya destruyendo el templo levantado con manos y esperanzas humanas, para que pueda alzar su cuerpo.

Porque cuando las pequeñas esperanzas humanas caen, ya solo nos queda Dios, y resuena en nuestro interior la voz que dice «el celo de tu casa me devora». Cuando caen todas las esperanzas humanas, entonces ya solo puede esperarse al Dios que salva; cuando el hombre muere, ya solo cabe esperar la Resurrección. Y el cuerpo de la Iglesia es el cuerpo místico del Resucitado.