La Asociación Católica de Propagandistas nació a principios del siglo XX de una llamada muy personal que un jesuita, el padre Ángel Ayala, le hizo a un joven congregante de los Luises, a Ángel Herrera Oria. Se trataba de crear una asociación que estuviera en disposición de difundir y propagar una alternativa católica inspirada en la doctrina social de la Iglesia. Esta asociación debía ser capaz, al mismo tiempo, de hacer frente a un pujante y cada vez más agresivo laicismo que parecía no tener otro objetivo que despojar a España de sus raíces cristianas, con el peligro de sumir a nuestra nación en un conflicto de incalculables consecuencias, como efectivamente sucedió. A partir de esa llamada, asumida con plenitud, la relevancia social, política y eclesial de Ángel Herrera no dejará de crecer hasta el momento mismo su muerte en 1968, ya como cardenal de la Iglesia. La actividad de Ayala fue menos visible, más discreta. Quizá por eso, de los dos fundadores de la ACdP, la figura de este último sea menos conocida, y no tiene una avenida en Madrid ni una parada de Metro que lleve su nombre.
Con motivo de su 86 cumpleaños, el padre Ayala recibió un merecido homenaje en Ciudad Real, la ciudad que le vio nacer, donde entre otras cosas se le impuso la Gran Cruz de Alfonso X el Sabio. Después de los discursos de rigor por parte de las autoridades civiles y eclesiásticas encomiando su fecunda labor sacerdotal y humana, el padre Ayala les contestó que, si querían de verdad ofrecerle algo que él pudiese recibir con agrado, que esto consistiese en el realojamiento de un enorme poblado chabolista que a la sazón existía en las afueras, y cuya población vivía en condiciones lamentables. Fue así, cómo, en ese mismo año, el 13 de mayo de 1953, se constituía un Patronato con el fin de promover la construcción de viviendas dignas para aquella gente.
Así era el padre Ángel Ayala. Prefería los hechos a las palabras, las obras a los grandes discursos. Y así era como educaba. Su método era el de una pedagogía centrada en cada persona, estrictamente individual. Para él, cada hombre era una obra. Y una pedagogía activa, por cuanto consistía, dicho del modo más sencillo, en que solo se aprende aquello que se práctica, como a nadar se aprende nadando. «Quien quiera formarse para la acción –decía el padre Ayala–, que actúe». Por eso, ante él, no cabían quejas y amarguras, sino acción. Y acción al modo de san Ignacio, tal y como la explicara su biógrafo, el padre Rivadeneira: «En las cosas del servicio de Nuestro Señor que emprendía usaba de todos los medios humanos para de ellas, con tanto cuidado y eficacia, como si de ellos dependiera el buen suceso, y de tal manera confiaba en Dios y estaba pendiente de su divina Providencia, como si todos los otros medios humanos que tomaba no fueran de algún efecto». Es decir, hacer como si todo dependiese de nosotros sabiendo que todo depende de Dios. Esta era la acción que predicaba sin descanso el padre Ayala, lejos por tanto de todo activismo voluntarista. Y de todas las formas de acción, existía una que era con mucho la que él prefería por considerarla la más fecunda: la educativa. El padre Ayala dejó escrita esta idea en su libro Formación de selectos: «El que forma un apóstol influye no solo por el bien que produce la acción de este sobre las masas, sino porque todo apóstol tiende a crear nuevos apóstoles. Es, pues, una cadena de influjos que solo Dios sabe cuándo termina».
Se entiende ahora que la inhumación de sus restos el pasado 17 de mayo, junto a los de sus padres, a los pies del altar de la capilla de nuestro colegio mayor de San Pablo, haya constituido para todos los que nos honramos en formar parte de la Asociación Católica de Propagandistas un momento solemne y exigente a partes iguales. Solemne, por cuanto enterrábamos a un verdadero padre para todos nosotros. Y exigente, porque no es difícil imaginar sus palabras, directas y sin artificios retóricos, señalándonos el camino de la acción y de la responsabilidad que en estos momentos igualmente decisivos de la historia de España tenemos todos los católicos en general y los propagandistas de modo muy particular.